Si la cultura
es la construcción de una relación activa entre el hombre y su memoria, y entre
el hombre y el mundo, con la aspiración de lograr el enriquecimiento personal,
la cultura tiene que estar alerta.
Por
supuesto que los tiempos postmodernos son incitantes. Veamos, por ejemplo, la
multiplicidad de emisores. El hecho de que se genere una desmasificación de las
audiencias, -con muchas emisoras de TV digital y emisoras de radio, así como
muchos diarios en la red y con el interesante fenómeno del periodismo
interactivo de los blogs donde hay una comunicación más libre y espontánea que
en los medios tradicionales- supone pluralismo y diversidad. Múltiples mensajes
generarán múltiples receptores de esos mensajes; de un lado encontraremos mensajes
interesados y de otros hallaremos propuestas encaminadas a defender con mejor o
menor fortuna todas las opciones posibles, incluso ese cúmulo de conocimientos
y prácticas culturales específicas de la comunidad que entendemos como
“identidad”, lo cual parece un proceso interesante siempre que entendamos esa
identidad referenciada con el espíritu universal, con el contraste sin
complejos de inferioridad, no a la manera exclusivista y casi totalitaria con
que se entiende la “identidad” en algunas zonas del planeta.
Con
las nuevas posibilidades se destruyen las imágenes predominantes del mundo y de
la vida, ya que se favorece la liberación de las peculiaridades personales y
locales frente a la presión dominadora de las opciones hegemónicas. Decía
Ortega y Gasset que “la realidad, precisamente por serlo y hallarse fuera de
nuestras mentes individuales, sólo puede llegar a éstas multiplicándose en mil
caras o haces.”
Como
consecuencia de todo ello, las sociedades postmodernas son más complejas,
incluso más caóticas. El propio progreso técnico se torna caprichoso, o hasta
cuestionable. Por ejemplo, hoy son posibles la clonación o las manipulaciones
genéticas, y a veces se tiene la impresión de que el avance desenfrenado puede
ir contra el propio hombre que lo genera. Si ya existen en el mercado
ordenadores que redactan a la voz de su dueño cartas en cualquier idioma,
estamos prescindiendo de un solo golpe de la secretaria y del traductor. La
revolución tecnológica introduce robots en las grandes cadenas de la industria
automovilística, y ello es de tal magnitud que acaba por destruir puestos de
trabajo, o de generar puestos en precario. En EEUU es muy fácil el despido,
pero también es muy fácil encontrar trabajo, aunque el sistema siempre crece
aupando a unas capas sociales y a unas etnias sobre otras, con lo cual la
disputa social siempre está presente. ¿Pero cómo se regeneran esos puestos de
trabajo en países menos desarrollados como el nuestro, si el empresario
lógicamente va a luchar por reducir costos llevándose la producción a países
donde los salarios sean más bajos? ¿Hará falta reivindicar una economía justa,
igual que un comercio justo, a la medida del hombre?
Contra
la orgía de lo efímero y aleatorio, contra el delirio consumista, el mejor
remedio sería buscar una nueva relación con el mundo y sobre todo reactivar la
memoria, reivindicando de paso el sentido de la razón en todos los actos
humanos; será la razón la que ha de eliminar la idea de progreso ilimitado
alzando la del progreso sostenible, pues el progreso ilimitado –por su propia
voracidad y falta de freno racional- se asienta sobre la puesta en grave riego
del medio ambiente. Con la crisis energética que se avecina, con la carencia y
encarecimiento de materias primas, con la escasez de agua y con el cambio
climático por medio, es la razón la que debe reconducir el progreso cuando cada
día mueren en el mundo más de cien mil personas a causa del hambre, y en países
como el nuestro aún se presta escasa ayuda al Tercer Mundo que nos envía miles
de pateras y miles de muertos. El ser humano necesita autodeterminarse una vez
más y el escritor, el intelectual, debe formular de nuevo su mirada crítica y
su apelación a la verdad y a la belleza vertiendo los ideales de un diálogo de
solidaridad y de intercomunicación, pues decía Platón que pensar es dialogar
con nuestros antepasados, con nuestros contemporáneos y con nosotros mismos.
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