Por
si fuera poco llovió temprano, estuvo lloviendo todo el día y de pronto bajaron
miles de nubes de la cumbre y las montañas fueron cubiertas por densas
concentraciones de aire. Se borraron los cines y los restaurantes y los bancos
de la plaza bajo el telón de agua y, mientras los obreros del rebacheo se
refugiaban en las lonas pardas, los mercados se cerraron y las farmacias
agotaban las existencias de salvavidas, igual que los autoservicios del puerto.
Todo fue inútil.
Hizo
calor, una humareda pegajosa que evaporaba las gotas de lluvia nada más recién
caían, en tanto por todo se expandía aquel nauseabundo olor a pescado
corrompido que originó tantas sinusitis en los laureles y loas adelfas del
paseo. Empezaron a trabajar los sajorines de tierra adentro, las brujas que
quedaban y los curanderos más experimentados decidieron reunirse en asambleas
para deliberar acerca de las medidas más convenientes que debían aplicar ellos
mismos ya que la ciudad estaba sin autoridad, los guardias desaparecieron, los
yips armados tenían las gomas deshinchadas y los depósitos de gasolina se
agrietaron sin que se pudiera recuperar una sola gota de carburante. Entre las
pocas cosas que quedaron en pie contaban las inscripciones desvaídas de amarillo
y verde cinabrio de los bustos de poetas muertos en los últimos siglos.
No
se supo por qué, pero la radio seguía transmitiendo y a eso del mediodía
comenzaron los primeros boletines sobre la situación, en principio surgieron
hipótesis desquiciadas de que iba a reventar otra isla y por eso el mar se
ponía incandescente y el calor forzaba a los peces a salirse del agua para
refrescarse inútilmente en los caminos de arena. No había a quien preguntar y
por eso decidí subir en ascensor hasta el edificio más alto de la vieja villa
fortificada del norte con objeto de apreciar si de verdad se levantaba un nuevo
trozo de continente pegado al océano, estuve en éxtasis mientras la radio
sonaba La Playa ,
tan bien cantada por Marie Laforet con sus primorosos ojos verdes. Estaba
tranquilo. Había decidido morir como los peces y dormir la última agonía con
las retamas amarillas de la cañada.
Entretanto,
las bandadas de palomas no se cansaban de revolotear en torno a un mismo punto
imaginario y la lluvia adhirió cuajarones de agua en las hojas de plátano. Y de
fondo el maldito olor a pescado pudriendo el aire desde la torre de control del
aeropuerto hasta la última vereda del monte, y un calor de asfixia que mató las
guaguas perreras, las señoras de las tiendas de zapatos, los vendedores
machacones del prociegos y las pandillas de mozalbetes metiendo ruido a lo
largo de la rambla.
Fue
como si hubieran dado el toque de queda.
No
quedaron siquiera escritores para cronicar la muerte de la isla. Sin embargo, La Voz del Poniente continuaba
sus transmisiones por la onda normal; no podía adelantarse aun nada relativo a
las decisiones adoptadas por la asamblea y se especulaba de buena fuente con
que el asunto fuese declarado de secreto nacional y nunca se volviera a hablar
de él. Algo tendrían que decidir, porque el esqueleto cenizo y deshuesado de la
ciudad seguía en pie para cumplir como aposento y cloaca. Y no podía quedar
inservible, sobre todo ahora que los planes de urbanización se habían tragado
los últimos castillos de piedra que quedaban desde la época de la invasión.
El
receptor hablaba ya muy poco y cada vez con más interferencias ininteligibles.
Atardecía en picado y el cielo cayó de bruces sobre el horizonte.
Llegué jadeando a la playa, trataba de aprovechar
los últimos resquicios de luz. Permanecí a duras penas taponando la boca y los
demás orificios y aun así sed me colaba por los ojos y las orejas el olor a
pescado muerto.
Había
millones de especies; de panza plateada y aletas rojas, dientes agudos como
limas y colas de cobre. Apiñados como hormigas suplicaron con ojos yertos el
último perdón al viejo Jacob que bajó del corazón del Teide con la vara de los
juramentos aborígenes, el antiquísimo cayado para suplicar lluvia sobre la
tierra resequida.
Luego
que el anciano Jacob extendiera su bastón sagrado sobre las aguas pronunciando
los exorcismos tribales salió una luna enorme al noroeste y creció una brisilla
perfumada desde mar adentro, que amainó el sofoco con olor a brezo. La luna se
orlaba de un halo rojizo, señal de próximas y generosas lluvias según el código
de los catorce reinos elaborado siete siglos antes por los hombres más viejos y
sabios de la isla.
Aquella
fue la noche más luminosa que había bajado de las entrañas del espacio y,
aunque sin pastores que los guiaran, los rebaños de ovejas, cabras y cerdos
encontraron a la perfección sus caminos abiertos en los altos más tupidos del
monte.
Jacob
insufló aire a una docena de toninas, a las que encargó formar una balsa para
inspeccionar el horizonte más allá de La Punta y desvelar los presagios de los tres
continentes que rodean el espacio cercado de la isla. Apuntaba el primer trineo
del alba y Jacob no volvía de su viaje. Mis manos estaban ensangrentadas de
enterrar tantos miles de peces en una enorme fosa común, sus pieles fláccidas
como los senos pasados se escurrían entre los dedos y las aletas dejaban un
halo púrpura entre las uñas.
Cuatro
minutos más tarde la radio tranquilizó al viejo Jacob, no ha habido motivo de
preocupación. La conjura pudo ser derrotada y volverán los peces al agua si
Jacob renunciaba para siempre al bastón sagrado.
Neptuno
acogió en su seno el privilegio y todo volvió a ser como siempre.
(De “Aislada Orbita”, Inventarios
Provisionales, 1973. Primera antología de textos de la narrativa canaria de los
70, con Luis Alemany, Santiago Alonso, J.J. Armas Marcelo, Rafael Arozarena,
Juan Cruz Ruiz, Alfonso García-Ramos, Luis León Barreto, Alberto Omar, Víctor
Ramírez, Emilio Sánchez Ortiz, Rafael Franquelo)