Cuando
una noche de sábado me llevaron al hospital con amago de infarto y me
ingresaron en la unidad de cuidados intensivos, creí necesario recapacitar. Mi
alma se había escapado a remotos sótanos del purgatorio donde habría de pagar
por todas mis culpas, tenía que hacer examen de conciencia, manifestar dolor de
corazón, propósito de enmienda. Tampoco había estado bien que por aquellos días
abusara de los estimulantes. Debía tener cuarenta y tantos y no dormía bien, el
Chivas Regal en el vaso largo con su par de cubitos de hielo pero luego se
adhería como un pólipo a las paredes de mi estómago y además me tomé alguna
viagra y una cialis porque esas noches andaba algo disgustado y por
consiguiente decaído, Alberto estaba por ella y yo estaba por la mujer de
Alberto, pero en aquella velada, tras hablar una hora sobre Obama y Angela
Merkel, sobre las hipotecas basura y la política de garrote y zanahoria, la
esbelta Julia no quiso participar en el intercambio, de manera que solo fuimos
tres, y entre los tres había uno que -a pesar de las pildoritas- andaba poco
motivado.
Me lo habían aconsejado mis amigos: ya tienes que
escribir una novela, como no lo hagas ahora no lo vas a conseguir nunca jamás.
Después de diecisiete poemarios que no ha leído ni tu gata siamesa, es hora de
que busques un mayor reconocimiento, ya es hora de que tengas agentes dobles,
uno en Londres y otro en Nueva York, ya es hora de que te traduzcan en Shangai.
Escribe sobre ti mismo, sobre lo que te sucede, sobre la vida que llevas, que
por otro lado es original e intensa. A todos los genios incomprendidos les debe
pasar lo mismo, pensé. Y, como en todo el mundo somos legión los fracasados, ya
veía la manera de convertirme al fin en un best seller. Cuando se lo conté a
Muireann, mi mujercita medio celta y levemente pelirroja, puso tal cara de asco
que por poco desisto. Muireann significa “mar blanco” y es el nombre con que
bautizaron a una sirena capturada por un pescador, y que -como era de prever-
acabó convirtiéndose en mujer de carne y hueso.
-Pero procura no sacarme en eso que vas a escribir. Que
la gente no me reconozca, vamos. Recuerda que trabajo para un importante
colegio privado que además sigue siendo un colegio religioso, recuerda que
tengo prestigio y estas cosas pueden espantar a cualquiera.
-Qué va, estás equivocada. Eso te dará un perfil mucho
más atractivo. Además, no vas a salir tal cual eres. Sino divinizada, claro.
Cierto que mi dama tiene unos ojos perturbadores pero
no son verde-grisáceos aunque esto también depende de matices: si el día está
nublado o es día claro, si estamos en la montaña o en una playa de Punta Cana.
-Tu problema, querido, es que siempre serás un eterno
insatisfecho. Nunca tienes bastante, hasta cuando vives el presente tu cabecita
no para de dar vueltas deseando un futuro que ni siquiera sabes si podrás
disfrutar.
Le permito que me zarandee una y otra vez. Y lo hace
con auténtica delectación. A fin de cuentas las mujeres son diosas y nosotros
tan solo perritos falderos a la espera de una caricia. Lo que me hizo menos
gracia es que me diera el coletazo final, eso sí que me dolió. Como si fuera la
patada de un boxeador de los pesos pesados, peor que eso. Me dejó sin resuello
pero ella, indiferente, fue y se tiró al agua.
(Ilustración: "La maravillosa irlandesa", Gustave Courbet (1819-1877)
Un relato que refleja otros tiempos, otra forma de ver el amor, el sexo. La vida.
ResponderEliminarblog-rosariovalcarcel.blogspot.com
Sí: las parejas, el amor y el sexo también evolucionan, necesariamente ha de ser así Gracias
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