A
Antonio Abdo y Pilar Rey
El,
Alberto, tiene 35 años, y ella, Iris, 34. Ambos jóvenes y guapos, habían
aprobado unas sustanciosas oposiciones y se compraron un chalecito en las
afueras. Les iba todo bien, buen trabajo, coches de gran cilindrada, gimnasio
para conservarse en forma, incluso tuvieron un niño muy mono. El pequeño David
es un primor. Mimoso, al ser el primer nieto los abuelos de ambas partes lo
tienen consentido, aún así está para comérselo.
Claro que, a pesar de tantos
parabienes, en la vida de los humanos nada es perfecto. Parece que siempre
tienes una conciencia añorante de algo, y por ello es difícil considerarse
saciado.
La vida íntima de ambos era
bastante buena, aunque ya se sabe que con el estrés, el exceso de trabajo y las
malas noches que da el pequeño siempre surge alguna dificultad. La vida en las
ciudades tiende a ser compulsiva, siempre andas corriendo de un lado para otro
y al final del día es casi inevitable que te asome un poco de desencanto.
Nadie es feliz del todo.
Algunas
veces Iris no tiene ganas de hacer el amor. Alega múltiples cansancios,
últimamente el despacho le resulta un espacio compulsivo, acaparador de sus
energías. Alberto se viene quejando de la falta de impulso erótico de su mujer.
Ella, que tanto adora el cuerpo, se muestra remisa a los combates nocturnos. Se
excusa con el cansancio, dolores de cabeza, músculos tensos.
Otras
Alberto llega tarde: reuniones de última hora, urgentes convocatorias que le
marca su empresa cuando se presentan asuntos conflictivos. Los bancos andan
algo remisos con los promotores, las vacas gordas se esfuman. Una de esas
etapas-puente en las que el dinero aguarda mejores definiciones.
Iris
se refugia en el ordenador. Se introduce en los chats más sugestivos, es
increíble la cantidad de personas solas. O que necesitan un punto de excitación
en su vida amorosa. A las treintañeras suelen pasarle eso: de pronto se dan
cuenta de que el tiempo se escapa, la vida es tan breve que sólo constituye un
sorbo de historia, hay que aprovechar el tiempo, indagar en las experiencias
más excitantes.
Sus amigas hablan. Alguna incluso le ha
confiado que su exploración de internet le ha dado resultados muy apetecibles,
le han reverdecido su vida, han reintroducido el estímulo, hacen galopar el
deseo. Tan sólo hay que tener discreción, procurar no herir a las otras
personas.
-¿Sabes
que me estoy enamorando? –le dijo una mañana Miriam, una de sus íntimas.
-¿Qué
me dices? ¡Le vas a hacer eso al pobre Javier!
-Ya.
¿Y tú qué sabes del pobre Javier, si ya le he pescado un montón de mensajitos
en su móvil?
-Vaya.
¿Entonces piensas que te es infiel?
-
Si te digo la verdad, hasta creo que me da igual.
-Ah
¿por qué dices eso? ¿No crees que está en peligro vuestra relación?
-Hay
que vivir. Me gusta que me digan palabras bonitas con buen estilo, y me las
están diciendo. Pero, si te digo la verdad, lo que me da miedo es el contacto
real. El pasar de las palabras a los hechos, el meterme en una cama de hotel.
No me importa tener sexo virtual, a fin de cuentas la webcam tampoco te
compromete tanto. Pero otra cosa es verse en persona.
A
Miriam le gusta la conquista, conocer gente. Cree que en la pantalla de su
ordenador se muestra realmente como es. Claro que hay quienes no parecen sino
actores de barrio, son unos comediantes consumados. Pero Iris tiene claro que
Eric69 parece otra cosa. Es romántico, tierno, ingenioso. Sabe adular, necesita
sentirlo con más frecuencia que antes. Ambos han pactado no encender la webcam
ni enviarse fotos, prefieren adivinar sus perfiles mientras se descubren
interiormente. Ella se siente desinhibida, chatear es como beber el mejor
champán francés, muy frío y sabroso. Eric69 no es un donjuán, a veces lo
encuentra desamparado, incluso triste. Le preocupa esa tendencia a la
depresión, le cuenta que su pareja se ha vuelto insensible, egoísta. Incluso le
anuncia que él ya desea a otras.
A
Iris –que en el chat se transforma en AdrianaLeve- le da pena esa soledad que
confiesa él. Le gustaría poder hacer algo para remediarla, pero por el momento
no se atreve.
-No
estoy preparada todavía –le explica a su galán-. Ten paciencia, puede que todo
llegue en su justo momento.
Así
que se engolosina con la posibilidad de ver en persona a su chica. Ella es una
mujer sensible y preparada, le gusta la ópera, ama la literatura, desglosa a la
perfección las últimas películas que ha visto. Una mujer encantadora, y ojalá
sepa poner la directa cuando llegue el momento del encuentro.
Eric69
empezaba a pasarlo mal. AdrianaLeve le tejía unas redes tan impenetrables que
ya no podía sacudírselas. Debía reconocerlo: se consideraba atrapado. Se
aplicaba al gimnasio con mayor intensidad, pero no lograba quitársela de
encima.
-Me
estoy obsesionando –se decía, como si intentara convencerse de que debía
expulsarla de su mente.
Porque
ella en absoluto era leve, sino profunda, generosa, amplia. Una mujer preparada
para los retos de hoy, alguien que sabe estar a la altura de las circunstancias.
Tenía, eso sí, un deseo sin cumplir: ser madre. Necesitaba un hombre capaz de
darle un hijo vivaracho, inteligente, capaz de luchar.
Este
deseo lo excitaba vivamente. Pensaba: esta mujer tan valiosa no tiene la pareja
adecuada. ¿Por qué no puede engendrar un hijo conmigo? La hipótesis le generaba
pánico, un terror inmenso. Pero también constituía una excitación mucho más
completa que la de hacer el amor en una cama de hotel.
-Sin
ti las emociones de hoy no serían más que la piel muerta de las emociones
pasadas.
Le
dedicó esta frase de una de sus películas preferidas, Amélie. Cómo le había
gustado Le fabuleux destin d’Amélie
Poulin. Esa chica que vive de fantasías, y que con su aspecto de niña
pequeña nos recuerda la infancia, las ilusiones, de las que nunca deberíamos
desprendernos. Le parecía un hallazgo. Incluso le mandó una segunda frase, de
un filósofo llamado Hipólito: Sin ti, las emociones de hoy son la mugre de
ayer.
Había
llegado a la conclusión más peligrosa para su integridad futura. Pero tenía que
ponerle rostro a aquella presencia, escuchar su voz, aunque seguía negándose,
argüía cien inconvenientes, hablaba del miedo a engancharse definitivamente a
un desconocido. El trataba de hacerle razonar que después de dos meses de
profundas conversaciones en absoluto eran unos desconocidos. Se habían contado
todo tipo de experiencias con sus respectivas parejas, él conocía casi todo lo
de Mario, ella sabía mucho de Patri. Difícil continuar así, deseándose y
ocultándose. Porque eso sí habría de ser un sufrimiento innecesario. No estaba
dispuesto a pasar por eso, había llegado a un punto de máxima excitación.
Le
estaba poniendo fecha al encuentro. El mejor hotel, la suite más distinguida
para una tarde inolvidable. No la retendría en exceso, no harían sospechar a
nadie. De 6 a
8, dos horas que no llamaban la atención y en cambio podrían resultar
prodigiosas. Algo para recordar el resto de tus días.
Ella
alegaba problemas. Falsos problemas, en realidad. Siempre se puede cambiar la
agenda argumentando imprevistos. Y por otro lado el encuentro sucedería en unas
horas que todavía forman parte de la jornada laboral.
-Dime
que sí, anda. Dime que sí.
Era
su ruego en los últimos días. Un deseo que le creaba una tensión nerviosa y le
estaba dificultando el descanso. Pero estaban tan bonitos los atardeceres en la
playa… Era una pena no aprovechar aquellos días de octubre. Con un poco de
suerte, se vería el Teide encaramado al fondo: el padre protector les enviaría
buenas vibraciones.
-Dime
que sí.
Insistía,
estaba segura de que iba a ocurrir lo inevitable. Ojalá no se arrepintiera.
Pero es que aquel hombre era un aguijón en sus sentidos. Tenía una potencia tan
desmesurada que no podía dejar de pensar en él ni un solo instante.
-Entonces,
este jueves.
-Deja
que me lo piense.
-No
lo permitiré, tienes que decidirte ya. Cariño: no me tortures más de esta
forma, voy a morirme.
Se
lo pedía de cien maneras, se lo estaba suplicando con todas sus mejores
intenciones. No deseaba otra cosa que verla aparecer radiante y triunfal.
Adornaría el espacio como ella se merece: con ramos de flores, con el mejor
licor del mundo. Cuanto pudiera desear estaría allí, a su alcance.
-No
te vas a arrepentir, mi amor.
Era
cada vez más atrevido. Pero hablaba de pasión con un toque de delicadeza, justo
como a ella le gustaba. En absoluto estaba dispuesta a encontrarse con un
hombre torpe y mezquino. Todo lo contrario: ella era una mujer evolucionada, y
él tenía que rayar a la misma altura.
Cada
noche ella disfrutaba mejores vibraciones, chateaba sin parar. Había conocido
otra mucha gente, pero ninguna tan interesante como Eric69. Lo peor de él es
que tenía unos horarios bastante rígidos, y justo cuando se disponían a lo
mejor argumentaba mucha prisa y cortaba de golpe la comunicación. Vaya: tendría
que aclararle ciertas cosas en cuanto lo viese en persona. Por otra parte, su
marido llegaba cada vez más tarde de sus reuniones y sus citas de trabajo. Es
curioso: en su rostro creía ver también señales de alegría. Hacía tiempo que
casi ni practicaban el amor, apenas dos o tres veces al mes, y lo más extraño
es que no protestaba. Ya no exigía el cumplimiento de lo que había denominado
el débito conyugal. Venía tranquilo, fresco, sereno. De tan buen humor que casi
a diario preparaba él la cena, y a fe que sus facultades de cocinero estaban
mejorando de día en día.
-No
te vas a arrepentir.
La
tenía conquistada, ya no podía negarse ni un minuto más.
Aquella
misma tarde lo había decidido.
-Está
bien, nos veremos mañana. Espero que no olvides que soy una mujer casada, que
seas delicado y valores el encuentro.
-¿Crees
que sería capaz de hacerte daño?
Necesitó
tomarse una pastilla para dormir, pero aún así apenas descansó. El amanecer la
pilló sudorosa y cansada. Para colmo su marido no había querido apercibirse del
llanto de David, así que tuvo que levantarse para el biberón de las siete.
El
tercer jueves de octubre en Las Canteras fue un día especial. Con ligera
calima, pero el mar parecía un espejo de transparencias verdes. Marea baja,
desde La Barra
se alzaba una piscina iridiscente.
En
el trabajo estuvo aturdida, no daba pie con bola. Incluso equivocó unos cuantos
archivos, menos mal que Belén estaba al quite tan eficaz como siempre. Apenas
almorzó, no tenía hambre. Su estómago no admitía ni siquiera un poco de
lechuga.
¿Cómo
habría de vestirse para causar el mejor efecto posible?
Tuvo
que aplicarse muy a fondo para resolver tales dudas. Pero a la hora en punto, a
las 18.03, pulsó el ascensor que la llevaría a la mejor suite del hotel. Llamó
suavemente con los nudillos. Y, tal como habían pactado, él se acercó con
muchísima ansiedad por sentir su calor. Sigiloso y tenso por la emoción, ni
siquiera tuvo tiempo de mirar a la cara a la recién llegada sino que la
estrechó contra su pecho.
Fue
casi instantáneo que se diera cuenta de que aquel perfume le resultaba
conocido, igual que aquel corte de pelo, aquellos ojos claros, aquellos labios
sensuales, aquel divino rostro.
-¡Tú!
–se dijeron simultáneamente.
(De “Los dioses palmeros”,
relatos. Cajacanarias) Ilustraciones:
Gustav Klimt, Chagall