Si te estuvieras ahogando, acudiría al
rescate,
te envolvería en mi manta y serviría té
caliente.
Si fuera un comisario, te arrestaría
y te mantendría en una celda bajo siete llaves.
Si tú fueras un ave, batiría un récord
y escucharía toda la noche tu trinar de
tono agudo.
Si fuera un sargento, serías mi recluta,
y, muchacho, te aseguro que amarías el
ejercicio.
Si tú fueras china, aprendería la lengua,
quemaría mucho incienso, usaría vestiduras
raras.
Si tú fueras espejo, me abalanzaría al baño
de damas,
te daría mi lápiz labial rojo y te
empolvaría la nariz.
Si tú amaras los volcanes, yo sería lava,
incansablemente eruptando de mi oculta
fuente.
Y si tú fueras mi esposa, sería tu amante,
porque la Iglesia se opone
tenazmente al divorcio.
UN TERRORISTA: ÉL OBSERVA
La bomba explotará en el bar a las trece
veinte.
Algunos todavía tendrán tiempo de salir.
Otros de entrar.
El terrorista ya se ha situado al otro lado
de la calle.
Esa distancia lo protege de cualquier mal
y se ve como en el cine:
Una mujer con una cazadora amarilla: ella
entra.
Un hombre con unas gafas oscuras: él sale.
Unos chicos con vaqueros: ellos están
hablando.
Trece diecisiete y cuatro segundos.
Ese más abajo tiene suerte y sube a una
moto,
y ese más alto entra.
Trece diecisiete y cuarenta segundos.
Una niña: ella va andando con una cinta
verde en el pelo.
Sólo que de repente ese autobús la tapa.
Trece dieciocho.
Ya no está la niña.
Habrá sido tan tonta como para entrar, o
no,
eso ya se verá cuando vayan sacando.
Trece diecinueve.
Y ahora como que no entra nadie.
En vez de entrar aún hay un gordo calvo que
sale.
Pero parece que busca algo en sus bolsillos
y
a las trece veinte menos diez segundos
vuelve a buscar sus miserables guantes.
Son las trece veinte.
Qué lento pasa el tiempo.
Parece que ya.
Todavía no.
Sí, ahora.
Una bomba: la bomba explota.
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