Me curaré, decía. Los
fármacos y las pruebas me dejaban mal, mi mente se evaporaba. Piense en
imágenes positivas, decía el médico. Entonces daba la vuelta al mundo en pos de
islas paradisíacas. Por entonces yo opinaba que la felicidad consiste en
agarrarse a la cola de un avión para ir en busca de mujeres-niñas de cabellos
sueltos y atrayente boca.
Necesitaba revestirme de
la filosofía de los antiguos, hacerme duro como un diamante. Pensaba que la
verdadera muerte habría de ser la ausencia de amor pero yo contaba con amor,
ella era mi refuerzo.
Lo importante era
desplegar un caudal de energía que me permitiese afrontar cuestiones
pendientes. Busqué en escuelas arcanas y gnósticas, trataba de evadirme con el
tantra. Se distanciaron algunos amigos, no hay tiempo para la misericordia. La
gente se lava las manos, no quiere verse comprometida con un aguafiestas; su
tiempo es precioso para visitas a un hospital. Pero también descubría solidaridades
instintivas.
El gota a gota resulta
insoportable: en dos horas te introducen cinco botellas de ese líquido
radiactivo que te deja un sabor metálico en el paladar. Me iba hinchando por
todas partes, repta por tus cavernas interiores un aluvión destinado a quemar
las partes innobles de tu interior. Me tomaban la vena del brazo izquierdo para
aplicarme el río ardiente. Pero el organismo trataba de rechazar esa invasión,
los vómitos cada vez más frecuentes. Deseaba la muerte, el viaje en ligera nave
de seda.
El mal se aposentaba
entre los tejidos, ahondaba sus raíces, extendía sus ramificaciones. La vida es
una evasión continua, y yo me hallaba ante un valle sombrío. Cuando se hallaba
a mi lado recibía su calidez pero no dejaba de pensar en una extinción plácida
que daría paso al verdadero conocimiento.
Por primera vez me habían
dado habitación individual, me sabía de memoria cada detalle. Silvia me trajo
libros con reproducciones impresionistas. Admiro los almuerzos en la hierba y
los floreros con peonías, los cambios de luz en las fachadas de las catedrales
y las campiñas de nieve, los salones de danza y los estanques, las escenas de
cabaret y las armonías de Polinesia.
El líquido me abrasaba
por dentro. Me aplicaron un catéter, un conducto permanente junto a mi cuello:
a través de la sonda se establecía un contacto más rápido, las membranas
rebosantes de ese caudal espeso. Somos criaturas torpes, obstruidas por la
negatividad. Mis células se habían saturado, eran presa del herpes. Se me
infectaba la espalda, me escocía el cuello, llagas en las axilas.
Poco a poco fueron
deteniéndose los nódulos, yo era un jinete que saltaba los primeros obstáculos.
Lo bueno de la enfermedad es que lo relativiza todo, te hace ver las cosas de
otra manera. Saboreas los momentos, intentas dar más afecto. Me volví más
sereno y tolerante porque lo más urgente era no pensar nunca en el después.
Alargar los minutos, capturarlos.
Mi cuerpo físico salía a
la superficie. Me hallaba en plena depuración. Se reducía la metástasis, lo
declaraban biopsias y escáneres. Pero algo iba mal: Silvia se estaba
distanciando. A menudo los hombres nos quedamos en la superficie, nos sobra el
culto al onanismo, el ímpetu. Como si sólo intentáramos batir marcas, nos
inyectamos con las mujeres. ¿Acaso nos habíamos limitado a darnos refugio, sin
que hubiese nada verdadero entre los dos. Al entrar en el cuerpo a cuerpo nos
hacíamos daño: hemorragias, cicatrices de las que nunca sales indemne.
Tardaba días en eliminar
la quimioterapia. Me costaba enunciar pensamientos, y sabía que los artistas
acceden al nivel más alto de conciencia sólo si han culminado su aprendizaje,
ya que de lo contrario se debaten entre sus apetencias de espiritualidad y el
tirón de la materia. Lo importante radica en perder el lastre que nos retiene
en las regiones inferiores. La verdadera paz consiste en liberar la conciencia.
Se contraían las venas y
se hacía más difícil que me pudiesen inyectar. Necesitaba colocar los brazos
largo rato bajo agua caliente para que las venas se hinchasen y las atraparan.
Cada uno de nosotros vive
en un compartimiento estanco. Y la pasión significa una ruptura más allá de lo
razonable. Ya no eres tú mismo, puesto que tus células han extraviado el buen
juicio. Necesitas esa fuerza salvaje, pero te asusta. Su vaho adormece tus
miembros, te predispone para dejarte vencer. Tan desvalido que das pena, un
sedimento agridulce, entre el néctar y el acíbar. Quizás procede de los
agujeros negros donde nace el no-tiempo y se aposenta el no-lugar.
Sólo me vence el amanecer
cuando, rendido y cansado, consigo unas horas de olvido.
Tenía pensado acabar de una vez, así que dejé una nota de despedida. Me
vi cayendo como un fardo pesado sobre el asfalto, un golpe sordo y terrible me
sumerge en la nada. La única forma de sentir alivio.
Pero era una pesadilla
dentro de una pesadilla.
Eso sí: cada vez que me
lanzo por la ventana y planeo sobre los coches de allá abajo, me gratifico al
sentir la potencia de mis alas, la forma en que sobrevuelo el parque, la manera
en que regreso al alféizar de la ventana, la decisión con la que de nuevo me
coloco la vía del suero.
(De Los dioses palmeros, Cajacanarias, colección La Caja Literaria , relatos. Ilustraciones: “Anillos”, obra de Nadia Brito Melado. Imagen de la isla
de Phuket, Tailandia)
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