El agobio del desmesurado océano
necesitó tempranamente el alivio legendario, con la presencia juguetona de San
Brandado o San Brandán, que según las crónicas vivió en el siglo VI, fue abad
obispo de Conflert, en Irlanda, y de acuerdo con el texto novelesco de un monje
del siglo XI emprendió un viaje a Escocia que lo llevó a navegar en aguas
embravecidas, en busca de nuevas tierras. Rodando por las aguas él y sus
compañeros descubren y evangelizan la Isla de los Pájaros Blancos que cantan
las alabanzas del Señor, y que son ángeles expulsados del cielo y condenados a
tomar la forma de ave. Más allá contemplan la Isla del Infierno, y después de
siete años de viaje desembarcan en el Paraíso de las Delicias, entre
fragancias, cantos, aguas suaves, animales mansos y frutos abundantes, en cuyo
centro se alza una gran columna capaz de llegar hasta el cielo.
Lo
milagroso es que todo ello aconteciera mientras viajaban a lomos saltarines de
grandes cetáceos, desde los que San Brandán era capaz de entrever esas islas
voladizas que engañaban la inmensidad del agua, como si se tratara de esquirlas
prodigiosas del territorio de los atlantes, aquel que –según Platón- fuera
hundido en sólo una jornada por la cólera de los dioses. Como es lógico, la
Iglesia repudia esta leyenda, calificada de “deliramenta apocrypha” pero ello
no fue obstáculo para que los marinos de muchas naciones creyesen firmemente en
la isla de San Borondón, tanto que fue señalada en los mapas. Hubo testigos que
afirmaron haber bebido agua de sus arroyos, y hasta fue reivindicada por
Portugal como posesión suya, y objeto de expediciones de conquista desde
Canarias, las últimas en el siglo XVIII. Todavía en la década de los 50 del
siglo XX un fotógrafo llamado Manuel Rodríguez Quintero creyó obtener su
imagen, y la publicó en el ABC. El cronista de El Hierro José Padrón Machín
también creía ciegamente en esa isla voladiza y a fe que era difícil convencer
a quienes la han contemplado de que según los expertos la isla Aprositus,
Encubierta o Non Trubada, es una acumulación de nubes, un espejismo, el efecto
de una refracción de la luz solar entre La Palma y El Hierro.
Sacudido
violentamente por las convulsiones de la historia –saqueos de piratas,
epidemias, hambrunas- pronto quedó hecho pedazos el mito de las islas
afortunadas sobre las que descendía el maná de miel y leche, según contaban los
autores griegos y latinos.
Uno
de los rasgos principales del temperamento insular es la introspección. Para
esta sangre bastarda, hija de las tentaciones de la orilla, producto del cruce
de los navegantes que vienen de conquista, de paso o son expelidos hacia estas
costas por los naufragios, la mejor alternativa ante el mundo consiste en
practicar el ejercicio de mirar hacia adentro, ensimismarse, lo cual también
significa vivir desafiando tensos campos de electricidades contrapuestas.
La
escasez de espacio genera una presión cotidiana en una sociedad poco
vertebrada, de criaturas en soledad se constituye como el único medio posible
para afirmar el propio espacio, para evitar el infierno de diluir tan temible
océano circundante y totalizador. Así, pues, es ésta la tendencia más común
ante el síndrome de inseguridad que proporcionan las aguas, por donde siempre
vino la depredación, la incertidumbre y la zozobra de una vida que estuvo
edificada sobre la fragilidad, a expensas de la economía y de la política
decididas en el continente. El síndrome de la ocultación: “Si le digo, le
engaño…” Ver hacia adentro, pensar hacia adentro, crecer hacia adentro es una
tendencia poco natural; tal vez por ello los antiguos pobladores neolíticos
fomentaron la leyenda de que de las pequeñas tierras esparcidas a muchas jornadas
de navegación no resulta fácil despegarse, y quien lo intenta ha de ofrendar a
cambio la muerte de su alma.
Además,
al igual que otros pueblos prehistóricos los primeros habitantes de las islas
fueron instruidos en la idea de que algún día habrían de llegar desde la
inmensidad del océano otros hombres que les mostrarían prodigios, y entre ellos
los secretos de la navegación, que ellos habían extraviado en cuanto fueron
abandonados en tales peñones con las lenguas cortadas, y el dictado de no
volver jamás a sus orígenes de los valles y las montañas bereberes. Y vien qsue
vinieron los mallorquines, los normandos, los gallegos (en el siglo XVI llegan
naos gallegas a La Gomera y aún hoy existe en el norte de La Palma una pequeña
población llamada precisamente así, Gallegos) y también los castellanos, pero
sobre todo los hombres de la Baja Andalucía, componentes de las fuerzas que
desembarcaron con la cruz en una mano y el arcabuz en la otra.
Se
precisa el milagro, la gente recurre a la magia cuando se siente agobiada por
el pulso de la realidad, y ello ocurre con frecuencia. En Canarias hay una
tradición de aparecidos, luces de ánimas, curanderos y brujas sanadoras,
símbolos masónicos incluso en la iglesia de El Salvador de Santa Cruz de La
Palma, templo masónico de Santa Cruz de Tenerife, monumento masónico en la
Plaza de España de la capital palmera a un sacerdote amigo de los masones.
Heredamos ciertas prácticas mágicas de los aborígenes, como el uso cicatrizante
de la sangre del drago, y rituales favorecedores de la lluvia siempre escasa
como la Fiesta de la Rama en Agaete, así como apuntes ceremoniales de culto
solar) y esos elementos se entremezclan con la poderosa tradición mágica del
Mediterráneo, la del mal de ojo compartida por los pueblos cristianos y los
islámicos, así como la Santa Compaña de Galicia y los espíritus favorecedores.
Elementos arcaicos de la cultura popular como los Ranchos de Animas en los que
participaban incluso los esclavos negros de los ingenios de azúcar y sus
descendientes, y con las meigas y tristezas de la música lánguida importada de
Portugal. Tanto en la arquitectura como en la gastronomía y el folklore, la
vinculación con Madeira y Portugal es evidente. La plantación de caña de azúcar
la dirigían portugueses, y en el habla popular hay numerosos portuguesismos,
tanto en el lenguaje campesino como en el marinero. Además, al haber
históricamente tan pocos médicos en los pequeños centros urbanos –sólo debían
tenerlo el obispo y los corregidores, el inquisidor y los aristócratas que
gobernaban los mayorazgos- en los territorios marginales que quedaban dentro de
las propias murallas de la ciudad así como en los andenes y junto a las cuevas
prehispánicas, en los riscos y vaguadas, en los terrenos quebrados y ásperos
del interior pronto florecieron los curanderos, las yerberas y las hechiceras
que conocían los rudimentos del arte de la sanación, en los que tanto se
incluían las plantas medicinales como las pócimas de amor. Pero sobre todo ello
es la impregnación de los rituales amasados en las Antillas por los esclavos la
que activa el subconsciente mágico del insular, y –pese a la dictadura de Primo
de Rivera- hace florecer centros de investigación teosófica en las primeras
décadas de este siglo, centros de espiritismo a los que acudía no sólo el
pueblo llano e inculto sino también la alta sociedad que tenía como pasatiempo
recibir y enviar mensajes a los seres desencarnados. Consecuencia de este
ambiente es el crimen ritual del 29 de abril de 1930, en el que una joven es
asesinada por los miembros después de una invocación al más allá, en el
transcurso de la cual se presentó el espíritu del hermano mayor con su propia
voz.
El
pintor Manolo Millares, importante miembro del Grupo El Paso y renovador de la
estética con sus homúnculos y sus arpilleras, decía que las autoridades y la
burguesía de Canarias son especialistas en la negación de la cultura, y
denominó a este fenómeno “técnica de la mezquindad.” Lógicamente se refería a
actitudes de los años 50, en plena oscuridad de la postguerra. Habría que
preguntarse si ya en el siglo XXI ciertos mecanismos se mantienen, pese a que
en su día el entonces presidente del gobierno regional, Manuel Hermoso, dijera
que “la sociedad necesita escritores críticos como Galdós.” De la técnica de la
mezquindad se pasa fácilmente a la técnica de la ruindad, un mecanismo aún más
perverso puesto que ahora ha crecido el nivel de vida, somos un paraíso
turístico que dispone unos presupuestos importantes, hay fondos con los que
cultivar a ciertos cortesanos.
Hablábamos
de la magia popular, emparentada y fortalecida con rituales afroamericanos como
el vudú, que tanto ayuda a trasponer el océano en un santiamén: De Canarias
somos / de La Habana venimos / no hace un cuarto de hora / que de allí salimos.
La magia blanca y la magia negra que configuran el grueso de los procesos
inquisitoriales, pero que no consigue frenar el Santo Tribunal, a pesar de sus
ruidosos procesos y de los ajusticiados en las hogueras de la ciudad de Las
Palmas.
Magia
como sueño y como vuelo poético para intuir otros mundos. De este modo, el
paisaje del mar –gratificante y obsesivo a la vez, porque se le entiende tanto
como camino abierto hacia otros hombres como límite y tenaza- está presente en
la tradición literaria de las islas.
Si
bien en nuestros más de cinco siglos de existencia ha sido el mar nuestro
auténtico paisaje, ahora puede pensarse que el verdadero entorno de las islas
es el aéreo. No en vano en los tiempos de la aldea universal es por el cielo
por donde llegan las comunicaciones. Y sobre todo por el aire cruzan los
ingenios mecánicos que disponen de la auténtica capacidad de liberación física
y psicológica para cuantos habitan en un espacio insular: la cola de los
aviones que cruzan con tanta insistencia los cielos de las tierras afortunadas.
La
cola de un avión es el mejor espacio de cada isla, pues por ella los insulares
ejercen a veces su imprescindible ejercicio de ir y volver sobre el mar, como
si fueran cocodrilos acomodados a las aguas cenagosas del fondo de un río, incrustados
con rotundidad en el lecho, y que –como ejercicio expiatorio- de vez en cuando
necesitan remontarse a la superficie, llenar sus pupilas con la luz, tomar
oxígeno, quedarse repletos de aire para ser capaces luego de volver a la
madriguera en la que han de seguir viviendo.
El
Atlántico tenebroso y compulsivo es nuestro líquido amniótico que mediante el
cordón umbilical de la isla nos sigue atando a la realidad. ¿O será acaso que
nos vincula con la irrealidad?
(Intervención en la Universidad
de Santiago de Compostela, congreso La mirada atlántica, abril de 1995)