Una vez depositados los votos en las respectivas urnas, los votantes nos hemos quedado mirando al cielo porque pocas cosas quedaron claramente definidas tras los recuentos oficiales. Digamos que han pasado varios días en que hemos estado agobiados por los amores y desamores de la simpar Rosalía, que me quieres, que no te quiero, que me separo de ti, que te sigo queriendo, etcétera, porque los famosos son así: van vendiendo sus cosas poquito a poco, para que nadie se aburra.
Y los votantes también
se han aplicado al sano ejercicio de deshojar la margarita, para poder
contemplar la posibilidad de que uno u otro sea declarado presidente de la
nación. Es lo que tiene una Constitución que no es presidencialista sino
representativa, y por tanto el votante no elige directamente al presidente sino
que esta cuestión queda reservada a los diputados y senadores que actúan en
nuestro nombre.
Dadas las
características de nuestro sistema, todo queda en función de pactos que pueden
ir en una o en otra dirección. No siempre el que recibe más votos es quien va a
conseguir gobernar, como bien sabemos en Canarias. De este modo, hemos pasado
unos cuantos días pendientes de ofertas de acuerdos que han sido bienvenidas o
desechadas, algunos enarbolan el miedo a la ruptura de España y otros piensan
que sus oponentes carecen de apoyos suficientes para conseguir la proclamación.
Y además hay que
contar con el voto del exterior, que aunque no sea muy cuantioso podría fomentar
algunos trasvases, con lo que algunos diputados que ya se daban por seguros
ocupantes de su escaños respectivos podrían llevarse alguna sorpresa. En
definitiva: todo se irá resolviendo a cuentagotas, gasta mediados de agosto,
que es cuando se constituirá el nuevo Congreso.
La noche electoral tuvo un tufillo del enfrentamiento ancestral de las
dos Españas. Por una parte, en la sede de los populares se gritaba “¡Que te
vote Txapote!” mientras que en la calle Ferraz se oía aquello del “¡No
pasarán!”, que nos retrotrae a 1936. Eran dos sonidos de poco valor democrático,
que nos llevaban a los episodios más trágicos del país de las siete guerras
civiles en los últimos tiempos.
De una parte, salía a relucir el terrorismo de ETA, enterrado hace una
década, y en el segundo sale a flote el fantasma de los bombardeos y los
fusiles, de la interminable postguerra y de la dictadura franquista, una España
de vencedores y vencidos. Quizá lo peor fue constatar que todo ello sucedía
ante las sedes de los dos partidos que representan el constitucionalismo y que
acababan de recibir el apoyo del 70 por ciento de los españoles lo que equivale
a 16 millones de votos entre los dos. Nadie se escandalizó por aquel
espectáculo, y eso era lo más grave.
Y ahora no nos queda otra que esperar negociaciones que se presumen largas y nada fáciles. Por una parte, el señor Feijóo tiene complicado recibir los cinco votos de los diputados del PNV, a pesar de que este es un partido de centro derecha, moderado y que ya ha apoyado al PP en anteriores legislaturas. Claro que ahora, al estar Vox por medio, las posibilidades se reducen bastante. Por otro lado, para alcanzar la mayoría absoluta, Sánchez necesita la alianza con casi una veintena de partidos, amén de negociar con un prófugo de la Justicia española, Carlos Puigdemont, que ya ha anunciado sus exigencias de amnistía y referéndum de autodeterminación, que equivale a declarar de nuevo la independencia de Cataluña. Claro que el PSOE podría contratacar buscando una reforma de la Constitución que pudiera facilitar aquello de la España Federal. Pero tocar la Carta Magna es más difícil que ponerlos pies en el planeta Marte, porque exigiría un amplísimo consenso que no se va a dar.