Dicen los expertos de la lengua que
la palabra viene del latín debattuere, que significa discutir, combatir. Es
decir que ya desde el venerable latín la palabreja tenía unas connotaciones
ciertamente agresivas. De acuerdo con estas premisas, el debate es una cosa y
el diálogo es otra bien distinta, porque por una parte nos referimos a una
discusión y otra entendemos el intercambio de opiniones. Pero lo que
contemplamos el lunes 10 fue que entre los líderes de los dos principales
partidos no se trataba de dialogar o de reflexionar, sino que se iba
directamente a la discusión e incluso al combate. Algo de esto es lo que debió
suceder cuando Sánchez y Feijóo se enzarzaron en un programa de televisión
áspero, en el que los presuntos moderadores hicieron mutis por el foro y
permitieron que los contendientes hablaran a la misma vez, con lo cual el
telespectador no se enteró demasiado de las propuestas ni de las réplicas ni
las contrarréplicas. Debió ser el mejor ejemplo de lo que no debe ser un debate
televisivo.
Y es que el objetivo debería ser el
de plantear, exponer, razonar y conocer distintas posturas y argumentos sobre
un tema concreto, con el objeto de que pueda llegarse a una conclusión útil. En
este sentido, los expertos señalan que debe ser plural, debe haber más de dos
voces para que no se convierta en un cuerpo a cuerpo.
El debate es también una técnica
educativa que se puede aplicar tanto en una clase de un instituto como en la
universidad o entre profesionales con autoridad y reconocimiento acreditados, a
fin de que quienes escuchan puedan sacar sus propias conclusiones. Pero nada de
esto se contempló en la noche del único debate preelectoral, en el cual el
aspirante se creció y se creció mientras el presidente sudaba como un pato.
¿Quién tuvo la culpa?
Ahora sería fácil echarles toda la
responsabilidad a los asesores con los que cada cual estuvo preparando su intervención.
Pobres asesores: politólogos, editorialistas, hacedores de encuestas
sospechosas, sociólogos, propagandistas, economistas, comunicadores, publicistas,
gabinetes de prensa y demás yerbas. ¿Cómo fue posible que nadie contemplara la
realidad dura y cruel a la que se enfrentaban los contendientes con su afán de
interrumpir y hablar a la misma vez que el rival, con lo cual en muchos
momentos la audiencia no pudo desentrañar lo que se estaba diciendo? Un
espectáculo penoso, que no habíamos contemplado siquiera en los debates que
protagonizó Donald Trump frente a sus oponentes del Partido Republicano ni
tampoco frente a Biden.
Mucha gente dice que los participantes lanzaron muchas medias verdades o incluso esgrimieron mentiras sin que esa noche tuvieran insomnio y/o síndrome de culpa. Ciertamente, sería complicado instalar un detector de mentiras cuando se esgrimen datos supuestamente contundentes sobre precios, inflación, producto interior bruto, parados y no parados, crecimiento de la deuda, recuperación de la economía, etcétera. Porque si ese aparatito se pusiera a chillar cada vez que oyese algo desternillante o falso el programa se les iría de las manos a los que controlan. Quizá cuando tengamos robots superinteligentes podríamos ser advertidos de las inexactitudes o mentirijillas de unos y de otros. Pero ¿quién le pondrá el cascabel al gato? ¿Podrá manipularse el diálogo sin que se note demasiado cuando los intervinientes hablan a gran velocidad, tanta velocidad que se anulan mutuamente y muchas veces la audiencia no logra comprender. Puestas así las cosas, alguien debería meter mano en el CIS porque sus encuestas son cada vez más dudosas. Yo mismo, como ciudadano, admito que, además del calor sofocante al que estamos poco acostumbrados, siento decepción y cansancio. Finalmente, tengo la impresión de que los siete portavoces parlamentarios que confrontaron ideas en el plató de RTVE desarrollaron más contenidos que cuando Sánchez y Feijóo fueron protagonistas.
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