La isla siempre castigada en los terribles veranos, hace muy poco fue el volcán más dañino de la historia, cuyos efectos persistirán durante tan largo tiempo que me resigno a no poder contemplar la reconstrucción del paisaje de mi infancia. Y año tras año puede estallará uno de esos incendios explosivos que reducen la masa forestal, el monte bajo, los viñedos dispuestos en terrazas, las bodegas que están haciendo bien su trabajo. Vienen fuegos abrasadores en los días de mayor calor, y caen viviendas y caen huertas que sus propietarios cuidaban con primor. Las llamas que llegan puntualmente por descuido, imprudencia o mala fe. Y lo peor es la impunidad de quienes provocan estas catástrofes, porque es muy raro que los responsables sean capturados, sometidos a juicio e ingresados en prisión.
Los nuevos protocolos de las
autoridades son autoritarios: no se puede limpiar la pinocha que antes era
recogida para proteger los envíos de plátanos, para hacer estiércol. Se
requieren muchos permisos porque esta autonomía nuestra en lo único que ha
crecido es en la burocracia paralizante. Ahora la pinocha florece bajo los
pinos esperando que alguien lance una colilla o haga arder un contenedor. Los
protocolos son muy severos: al conato de incendio hay que dejarlo crecer para
que la administración autonómica intervenga cuando pasa a fase 2, con lo cual
se ha perdido un tiempo precioso.
Cuando no existían tantos
protocolos, los vecinos se movilizaban para que los conatos se quedaran en eso:
en conatos. Ahora, con tanta legislación y tanto tecnócrata en despachos con
aire acondicionado los fuegos crecen hora tras hora y los medios antiincendios
tardan en llegar, aquí no hay hidroaviones ni cosa que se le parezca. Tienen
que venir de allá lejos, y llegan un par de días después. Cuando ya el daño es
inevitable, cuando ya han ardido casas, se han perdido muchas cosas.
Este reciente incendio nos
demuestra dos cosas: de una parte el egoísmo insolidario de unos pocos y de
otra parte la inoperancia de los protocolos. Y la facilidad con la que los
culpables se esconden, a pesar de que muchos saben quienes son. Es muy raro que
estos terroristas de los bosques se sienten ante la Justicia. Solo recordamos
dos casos, uno fue en Gran Canaria cuando un ex empleado del servicio
antiincendios del Cabildo pegó fuego y generó un gigantesco daño en los pinares
del centro de la isla. Fue a prisión, aunque no por mucho tiempo. El otro caso
fue el de un joven alemán medio hippy que estaba defecando en La Palma en una
zona con pinocha, cuando terminó tuvo la idea de quemar el papel higiénico que
había utilizado. Y ahí se originaron las llamas, que, como siempre, hicieron
mucho daño porque la isla todavía tiene mucha masa vegetal. Fue condenado a
prisión. Pero estos casos son excepcionales, ya que es muy difícil que los
culpables aparezcan.
Y la isla se sigue calcinando
verano tras verano. A pesar de las labores de los equipos antiincendios, a
pesar de los medios técnicos, cada verano sucede algo que podría haberse
evitado. A este paso, en cincuenta años es posible que las cumbres de La Palma avancen
hacia la aridez semidesértica. Porque los pinos aguantan los fuegos, pero lo
que se denomina monte bajo tarda en reproducirse, o no se reproduce jamás. Así
el interior de La Caldera de Taburiente muestra claros donde apenas hay
vegetación, máxime en estos años en que la sequía se multiplica y el cambio
climático nos trae unos veranos cada vez más terribles.
Vivimos esperando un milagro que nos rescate de tanto dolor. Porque la isla de las desgracias por ahora no levanta cabeza. Hay que tener buen corazón y pelear mucho para que el panorama cambie.
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