viernes, 11 de marzo de 2016

Atlantismo y magia. Entre la Atlántida y San Borondón

El agobio del desmesurado océano necesitó tempranamente el alivio legendario, con la presencia juguetona de San Brandado o San Brandán, que según las crónicas vivió en el siglo VI, fue abad obispo de Conflert, en Irlanda, y de acuerdo con el texto novelesco de un monje del siglo XI emprendió un viaje a Escocia que lo llevó a navegar en aguas embravecidas, en busca de nuevas tierras. Rodando por las aguas él y sus compañeros descubren y evangelizan la Isla de los Pájaros Blancos que cantan las alabanzas del Señor, y que son ángeles expulsados del cielo y condenados a tomar la forma de ave. Más allá contemplan la Isla del Infierno, y después de siete años de viaje desembarcan en el Paraíso de las Delicias, entre fragancias, cantos, aguas suaves, animales mansos y frutos abundantes, en cuyo centro se alza una gran columna capaz de llegar hasta el cielo.

                Lo milagroso es que todo ello aconteciera mientras viajaban a lomos saltarines de grandes cetáceos, desde los que San Brandán era capaz de entrever esas islas voladizas que engañaban la inmensidad del agua, como si se tratara de esquirlas prodigiosas del territorio de los atlantes, aquel que –según Platón- fuera hundido en sólo una jornada por la cólera de los dioses. Como es lógico, la Iglesia repudia esta leyenda, calificada de “deliramenta apocrypha” pero ello no fue obstáculo para que los marinos de muchas naciones creyesen firmemente en la isla de San Borondón, tanto que fue señalada en los mapas. Hubo testigos que afirmaron haber bebido agua de sus arroyos, y hasta fue reivindicada por Portugal como posesión suya, y objeto de expediciones de conquista desde Canarias, las últimas en el siglo XVIII. Todavía en la década de los 50 del siglo XX un fotógrafo llamado Manuel Rodríguez Quintero creyó obtener su imagen, y la publicó en el ABC. El cronista de El Hierro José Padrón Machín también creía ciegamente en esa isla voladiza y a fe que era difícil convencer a quienes la han contemplado de que según los expertos la isla Aprositus, Encubierta o Non Trubada, es una acumulación de nubes, un espejismo, el efecto de una refracción de la luz solar entre La Palma y El Hierro.

                Sacudido violentamente por las convulsiones de la historia –saqueos de piratas, epidemias, hambrunas- pronto quedó hecho pedazos el mito de las islas afortunadas sobre las que descendía el maná de miel y leche, según contaban los autores griegos y latinos.

                Uno de los rasgos principales del temperamento insular es la introspección. Para esta sangre bastarda, hija de las tentaciones de la orilla, producto del cruce de los navegantes que vienen de conquista, de paso o son expelidos hacia estas costas por los naufragios, la mejor alternativa ante el mundo consiste en practicar el ejercicio de mirar hacia adentro, ensimismarse, lo cual también significa vivir desafiando tensos campos de electricidades contrapuestas.

                La escasez de espacio genera una presión cotidiana en una sociedad poco vertebrada, de criaturas en soledad se constituye como el único medio posible para afirmar el propio espacio, para evitar el infierno de diluir tan temible océano circundante y totalizador. Así, pues, es ésta la tendencia más común ante el síndrome de inseguridad que proporcionan las aguas, por donde siempre vino la depredación, la incertidumbre y la zozobra de una vida que estuvo edificada sobre la fragilidad, a expensas de la economía y de la política decididas en el continente. El síndrome de la ocultación: “Si le digo, le engaño…” Ver hacia adentro, pensar hacia adentro, crecer hacia adentro es una tendencia poco natural; tal vez por ello los antiguos pobladores neolíticos fomentaron la leyenda de que de las pequeñas tierras esparcidas a muchas jornadas de navegación no resulta fácil despegarse, y quien lo intenta ha de ofrendar a cambio la muerte de su alma.

                Además, al igual que otros pueblos prehistóricos los primeros habitantes de las islas fueron instruidos en la idea de que algún día habrían de llegar desde la inmensidad del océano otros hombres que les mostrarían prodigios, y entre ellos los secretos de la navegación, que ellos habían extraviado en cuanto fueron abandonados en tales peñones con las lenguas cortadas, y el dictado de no volver jamás a sus orígenes de los valles y las montañas bereberes. Y vien qsue vinieron los mallorquines, los normandos, los gallegos (en el siglo XVI llegan naos gallegas a La Gomera y aún hoy existe en el norte de La Palma una pequeña población llamada precisamente así, Gallegos) y también los castellanos, pero sobre todo los hombres de la Baja Andalucía, componentes de las fuerzas que desembarcaron con la cruz en una mano y el arcabuz en la otra.

                Se precisa el milagro, la gente recurre a la magia cuando se siente agobiada por el pulso de la realidad, y ello ocurre con frecuencia. En Canarias hay una tradición de aparecidos, luces de ánimas, curanderos y brujas sanadoras, símbolos masónicos incluso en la iglesia de El Salvador de Santa Cruz de La Palma, templo masónico de Santa Cruz de Tenerife, monumento masónico en la Plaza de España de la capital palmera a un sacerdote amigo de los masones. Heredamos ciertas prácticas mágicas de los aborígenes, como el uso cicatrizante de la sangre del drago, y rituales favorecedores de la lluvia siempre escasa como la Fiesta de la Rama en Agaete, así como apuntes ceremoniales de culto solar) y esos elementos se entremezclan con la poderosa tradición mágica del Mediterráneo, la del mal de ojo compartida por los pueblos cristianos y los islámicos, así como la Santa Compaña de Galicia y los espíritus favorecedores. Elementos arcaicos de la cultura popular como los Ranchos de Animas en los que participaban incluso los esclavos negros de los ingenios de azúcar y sus descendientes, y con las meigas y tristezas de la música lánguida importada de Portugal. Tanto en la arquitectura como en la gastronomía y el folklore, la vinculación con Madeira y Portugal es evidente. La plantación de caña de azúcar la dirigían portugueses, y en el habla popular hay numerosos portuguesismos, tanto en el lenguaje campesino como en el marinero. Además, al haber históricamente tan pocos médicos en los pequeños centros urbanos –sólo debían tenerlo el obispo y los corregidores, el inquisidor y los aristócratas que gobernaban los mayorazgos- en los territorios marginales que quedaban dentro de las propias murallas de la ciudad así como en los andenes y junto a las cuevas prehispánicas, en los riscos y vaguadas, en los terrenos quebrados y ásperos del interior pronto florecieron los curanderos, las yerberas y las hechiceras que conocían los rudimentos del arte de la sanación, en los que tanto se incluían las plantas medicinales como las pócimas de amor. Pero sobre todo ello es la impregnación de los rituales amasados en las Antillas por los esclavos la que activa el subconsciente mágico del insular, y –pese a la dictadura de Primo de Rivera- hace florecer centros de investigación teosófica en las primeras décadas de este siglo, centros de espiritismo a los que acudía no sólo el pueblo llano e inculto sino también la alta sociedad que tenía como pasatiempo recibir y enviar mensajes a los seres desencarnados. Consecuencia de este ambiente es el crimen ritual del 29 de abril de 1930, en el que una joven es asesinada por los miembros después de una invocación al más allá, en el transcurso de la cual se presentó el espíritu del hermano mayor con su propia voz.

                El pintor Manolo Millares, importante miembro del Grupo El Paso y renovador de la estética con sus homúnculos y sus arpilleras, decía que las autoridades y la burguesía de Canarias son especialistas en la negación de la cultura, y denominó a este fenómeno “técnica de la mezquindad.” Lógicamente se refería a actitudes de los años 50, en plena oscuridad de la postguerra. Habría que preguntarse si ya en el siglo XXI ciertos mecanismos se mantienen, pese a que en su día el entonces presidente del gobierno regional, Manuel Hermoso, dijera que “la sociedad necesita escritores críticos como Galdós.” De la técnica de la mezquindad se pasa fácilmente a la técnica de la ruindad, un mecanismo aún más perverso puesto que ahora ha crecido el nivel de vida, somos un paraíso turístico que dispone unos presupuestos importantes, hay fondos con los que cultivar a ciertos cortesanos.

                Hablábamos de la magia popular, emparentada y fortalecida con rituales afroamericanos como el vudú, que tanto ayuda a trasponer el océano en un santiamén: De Canarias somos / de La Habana venimos / no hace un cuarto de hora / que de allí salimos. La magia blanca y la magia negra que configuran el grueso de los procesos inquisitoriales, pero que no consigue frenar el Santo Tribunal, a pesar de sus ruidosos procesos y de los ajusticiados en las hogueras de la ciudad de Las Palmas.

                Magia como sueño y como vuelo poético para intuir otros mundos. De este modo, el paisaje del mar –gratificante y obsesivo a la vez, porque se le entiende tanto como camino abierto hacia otros hombres como límite y tenaza- está presente en la tradición literaria de las islas.

                Si bien en nuestros más de cinco siglos de existencia ha sido el mar nuestro auténtico paisaje, ahora puede pensarse que el verdadero entorno de las islas es el aéreo. No en vano en los tiempos de la aldea universal es por el cielo por donde llegan las comunicaciones. Y sobre todo por el aire cruzan los ingenios mecánicos que disponen de la auténtica capacidad de liberación física y psicológica para cuantos habitan en un espacio insular: la cola de los aviones que cruzan con tanta insistencia los cielos de las tierras afortunadas.

                La cola de un avión es el mejor espacio de cada isla, pues por ella los insulares ejercen a veces su imprescindible ejercicio de ir y volver sobre el mar, como si fueran cocodrilos acomodados a las aguas cenagosas del fondo de un río, incrustados con rotundidad en el lecho, y que –como ejercicio expiatorio- de vez en cuando necesitan remontarse a la superficie, llenar sus pupilas con la luz, tomar oxígeno, quedarse repletos de aire para ser capaces luego de volver a la madriguera en la que han de seguir viviendo.

                El Atlántico tenebroso y compulsivo es nuestro líquido amniótico que mediante el cordón umbilical de la isla nos sigue atando a la realidad. ¿O será acaso que nos vincula con la irrealidad?

                (Intervención en la Universidad de Santiago de Compostela, congreso La mirada atlántica, abril de 1995) 

1 comentario:

  1. Juan Calero Rodríguez13 de marzo de 2016, 13:18

    Muy hermoso. Está dicho. Gracias por esta lección.

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