¿Alguien se acuerda de cuando se daba por hecha la muerte del libro en papel? Los gurús digitales lo condenaban como un anacronismo que en pocos años sería reemplazado por el libro electrónico. Si alguien lo ponía en duda, le trataban de romántico, en plan insulto.
Han pasado los años y el hecho es que después de crecer muy rápidamente, como casi todo lo que parte de cero, los libros digitales se estancaron en seguida -en España, apenas sobrepasan el 5 por ciento del mercado-. Ahora las ventas han empezado a caer en casi todo el mundo, hasta el punto de que en Gran Bretaña se han dejado de vender los dispositivos para leerlos, los e-readers, porque ya no hay demanda. Incluso la multinacional Amazon, que lanzó una campaña global para convencernos de que comprásemose-books -y le resolviésemos así su problema de costes y almacenamiento-, está ahora abriendo librerías por todo el mundo para vender libros en papel.
El libro impreso, mientras tanto, está creciendo otra vez, superado el bache de la recesión económica, que era lo que realmente le estaba causando problemas. Como dijo Mark Twain cuando publicaron su esquela antes de tiempo, las noticias de la muerte del libro han resultado ser exageradas.
Dan ganas de hablar ahora de la muerte del libro digital, pero sería caer en la misma equivocación. El libro electrónico tiene su nicho comercial y lo conservará. Para algunos géneros (enciclopedias, informes, anuarios) y algunos usos (leer en el metro, de pie o en cama) puede ser más útil que el libro de papel. Era un debate sin sentido y sigue siéndolo.
Me parece más interesante, en cambio, preguntarse el porqué de esta resistencia del libro. No es una cuestión romántica como el revival de los discos de vinilo, que no pasa de ser un culto nostálgico minoritario. El libro resiste por motivos prácticos. Para empezar, tiene la ventaja de ser un objeto. Como tal, despierta el deseo de posesión, mientras que un libro electrónico no deja de ser simplemente un archivo informático, una abstracción invisible hasta que uno lo abre. La portada y el formato del libro en papel, a los que tantos esfuerzos han dedicado siempre los editores, funcionan como reclamos y anclas de la memoria, individualizan el texto, le proporcionan una personalidad. A cambio, el e-reader ofrece la posibilidad de llevar en un dispositivo cientos de libros digitales. Pero leer no es como escuchar canciones que duran como media tres minutos. La lectura requiere un cierto compromiso de tiempo y concentración profunda, por lo que tener acceso a cientos de libros, salvo que uno esté escribiendo una tesis doctoral, es innecesario, incluso un estorbo.
Y luego está el acto mismo de leer. Los estudios que se han hecho apuntan a que se recuerda con más facilidad lo leído en papel, algo que a estas alturas todos hemos podido experimentar. La posición del texto en la página funciona como un mapa mental y el cuerpo completo de las letras en tinta se imprime, quizás, mejor en la memoria que los píxeles de una pantalla.
Pero, sobre todo, un libro es un objeto simple. Como el cepillo de dientes o el exprimidor de naranjas, ofrece ventajas que sus variantes eléctricas no pueden replicar. No requiere instrucciones ni mantenimiento ni recarga ni está sujeto a cambios de formato. Incluso si se deteriora es fácil y barato de reemplazar. Y esa es, pienso yo, la lección más profunda del debate sobre la muerte del libro: que a la hora de valorar una tecnología que ha existido durante muchos siglos hay que tener cuidado de no confundir lo anacrónico con lo eterno, porque a veces se parecen. (De La Voz de Galicia)
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