sábado, 1 de noviembre de 2014

Leopoldo María Panero: el ejercicio de la lucidez


Parodiando al gran maestro Shakespeare, podríamos hacernos la fatídica pregunta de difícil respuesta: Estar loco o no estar loco, esa es la cuestión. Puede pensarse que todo es relativo, que nadie está completamente loco ni nadie está completamente cuerdo. Y desde que el mundo es mundo han marchado en estrecha relación la magia, la locura y el arte con un objetivo común: descubrir los secretos que esconde el misterio de la existencia humana y el misterio de la propia naturaleza, y ello sucede para plantear el ideal de trascendencia, esquivar la angustia de sabernos mortales, tratar de aportar algo de luz en medio de tanta oscuridad. Así las primeras pinturas rupestres tuvieron una función de exorcismo, si se representaban animales en las cuevas era con el deseo de que esos animales pudieran ser cazados por la tribu. Un loco acto de fe similar a cuando se saca en procesión a los santos para que llueva. En la Edad Media a los desequilibrados se les sentenciaba directamente a la hoguera, una forma de profilaxis muy querida por la Santa Inquisición. En el cuadro “La nave de los locos”, El Bosco hace una sátira contra esa locura colectiva del mundo: los hombres extraviados en sus obsesiones y lujurias olvidan el espíritu, y cantando, bebiendo y fornicando navegan sin rumbo. Más tarde los pintores expresionistas muestran con crudeza el desequilibrio emocional, recordemos el cuadro “El grito”, del noruego Eduard Munch, que nos golpea directamente con su deformidad expresiva. Para las letras y las artes, parece que la locura –es decir, la salida de uno mismo, la enajenación- es un elemento casi imprescindible, un elemento necesario, consustancial. Frida Khalo era una amargada bipolar, el pintor Pollock administraba su locura a base de mucho alcohol, otros ha habido que se han guiado por el opio o la cocaína. Foucault aseveraba que el arte empuja la locura, y la locura empuja al arte. Al mismo tiempo, el creador necesita que su disidencia interior, su impulso creativo, salga de su mente para de alguna manera –mediante esa terapia- volver al mundo de los ciudadanos “normales”, normales entre comillas.

Y es que la obra de arte nace del lado más impenetrable de nuestra existencia, del llamado inconsciente, y –como producto de ese impulso irracional- esa obra de arte brota de las pasiones, los miedos, los deseos, la necesidad, el instinto, el amor y el desamor, la vanidad, la ira, el gozo y el dolor de sentirse vivos. Ese profundo conflicto genera en el artista la fuerza de crear. En algunos casos esa pulsión creativa supera el control racional y provoca la locura, no olvidemos que el impulso de la genialidad está muy vinculado al impulso de salir de uno mismo, es decir: a la enajenación. Los creadores coquetean con la esquizofrenia y la paranoia: Van Gogh, Caravaggio, El Bosco, Dalí, James Joyce, Virginia Woolf, Edgar Allan Poe, Dostoievski, Strindberg, Artaud y un largo etcétera.

Para escribir o para pintar el creador necesita semanas, meses y años encerrado en una habitación, inventando palabras o colores. Se piensa que los novelistas son un poco esquizofrénicos pues necesitan dividir su mente en varios personajes. Suele creerse que los escritores tuvieron una infancia infeliz, una infancia que fue perdida demasiado pronto y por eso luego se proponen reflejar en sus libros esos años perdidos. Dice Alfredo Bryce Echenique que el 1 por ciento de los hombres de ciencia sufre depresión maníaca profunda, frente a un 41 por ciento de los novelistas. Y es que el trabajo creativo requiere de un inmenso y sostenido esfuerzo, de tal sacrificio personal y una dedicación tan excepcional que en todo ello podría estar el origen de sus graves consecuencias personales. El creador, el artista, es siempre un disidente de lo cotidiano. Alguien que se sitúa en el otro extremo de los valores aconsejables, de los códigos pragmáticos. Escribir o pintar no suelen producir buenas ganancias –salvo contadas excepciones-, pero el creador se siente irremediablemente atraído por desarrollar su obra, a pesar de ser consciente de que ganaría mucho más si pusiera un puesto de perros calientes en la esquina.

Siguiendo a Freud y al psicoanálisis, la literatura -y también la pintura- puede ser una forma organizada de delirio. Miedos, pesadillas, angustias y deseos alimentan la escritura, y el autor plasma en sus obras esos fantasmas. El escritor y el pintor pueden estar llenos de manías que harán las delicias de un psiquiatra, pero para escribir o para pintar con hondura hace falta lucidez y control sobre la obra; meterse en ciertas visiones, en obsesiones, y regresar de ellas construyendo algo bello o impactante para los demás. El escritor y el pintor se aíslan, se obsesionan, padecen malhumor, pero también disfrutan con lo que hacen. Escribir o pintar humanizan, y a veces estas actividades hacen que el creador consiga páginas y lienzos imperecederos como lo hizo Goya con sus Pinturas Negras.

Como decíamos en nuestro libro “El Neptuno de Melenara”, (Ayuntamiento de Telde, 2005) Luis Arencibia es un artista humilde y trabajador que ha hecho patria en Telde y Leganés. Al socaire de sus crisis personales, de los desgarramientos y las travesías del a las que en el transcurso de nuestra vida nos vemos obligados, de los procesos de rupturas y posteriores sosiegos, el artista ha caminado desde lo iconoclasta rompedor a la asunción de códigos más habituales, del desgarramiento tremendista hacia la confirmación de un mundo más sereno y armonioso, más sensual y relajante, sin duda también más esperanzado. Desde San Juan de la Cruz a Nietzsche, desde Baudelaire a Camus, desde Carlos Marx a Kafka y a los componentes de la Generación del 98 se ha ido conformando su pensamiento, de la misma manera que en el plano artístico figura su admiración por Durero, Grünewald, Miguel Angel, Leonardo da Vinci, Ricardo Baroja, Rodin y Solana. Como otros artistas, Arencibia ha pasado por etapas iniciales en las que requirió dar rienda suelta a vértigos y espasmos que daban vueltas en su interior. Por ello los primeros fueron años de trasgresión y rebeldía, momentos en que hizo guiños a su realismo fantasmagórico, la revoltura psicodélica y alucinada, los mensajes políticos, una intencionalidad satírica y un ejercicio de interpretación irónica casi fustigante. En su marcha desde sus primeras exposiciones individuales en pubs, el surrealismo gráfico, tras el cultivo de la provocación y el guiño terrorífico ha ido dando paso a un cierto sentimiento dramático acerca del destino de la humanidad, el retrato de los locos del manicomio de Leganés, la visión de los temores medievales y por último la aquiescencia de lo circundante, sobre lo cual aporta su visión renovadora, comprometida con el entendimiento antiespeculativo de los espacios urbanos y un humanismo progresista encaminado a regenerarlos. En su relación con el dibujante y pintor Andrés Rábago –también conocido como El Roto y Ops- Arencibia muestra una preocupación similar por la trascendencia y una reflexión filosófica ante la realidad, embarcados ambos en los trabajos de autoconocimiento que conlleva un humanismo de izquierdas, una especie de lucha contra la tendencia a autocomplacerse y a instalarse, y asimismo una permanente contestación hacia los miedos y las miserias que condicionan al subconsciente. No en vano el miedo es el núcleo esencial. Es el territorio que hay que expurgar, en el que realmente se dirimen las grandes batallas. La lucha contra el ego y todo lo que ello conlleva, es el verdadero territorio de la lucha de cada uno de nosotros, afirma Andrés Rábago, quien llega más allá cuando estima que dado que este sistema está abocado a su aniquilación y destrucción, hemos de trabajar en la relación trascendente con la naturaleza y también con nosotros mismos.

Tal como ya expresó Ernesto Carrión en su trabajo “Leopoldo María Panero y la muerte del sujeto en el mapa de la lírica contemporánea”, no creemos que Panero deba ser calificado como un poeta maldito, sino que es un poeta revolucionario, un escritor que pone al hombre frente al hombre sin pellejo, que le enseña su enfermedad, sus llagas y sus vísceras, todo aquello que el Hombre se ha encargado de ocultar, a través de la psiquiatría y otros repertorios moralizantes. Siempre reinventándose y autor de casi 40 libros, en los que consta poesía, cuentos de horror, novelas, ensayos, autobiografías y libros en conjunto, Panero se dio a conocer en la célebre antología de José María Castellet, Los nueve novísimos poetas españoles, en 1970. Su continua experimentación, su uso de la intertextualidad, su uso de temas obscenos le ha valido que la crítica oficial le haya dado la espalda, consolidando así su imagen y condición marginal. Sin embargo, a pesar de estar desplazado en España por la llamada “poesía de la experiencia”, Panero es un loco que vende. Su funcionalidad reside en colocar su poesía descarnada frente a esa poesía de un Yo cotidiano y tedioso, encerrado en circunstancias urbanas, esos escritores que a veces hablamos de nosotros mismos, de nuestra caspa o nuestra calvicie o la Viagra que necesitamos a cada instante, sin ahondar en los dramas del entorno, en la historia de tanta gente maltratada. Panero anda entre los surrealistas y Mallarmé, Leautreamont, Baudelaire, entre Poe, Blake, Lovecraft; éstos son los maestros. Palabra que es vómito, llaga, escupitajo, mierda. Palabra que es misa satánica, sexo salvaje, sadomasoquismo. Palabra de un visionario, un alcohólico, un drogata, un suicida en potencia y en acto. Un iluminado postromántico que procura causar horror y repugnancia:

                                       Ya que todo lo prostituí, aún puedo

                                       prostituir mi muerte y hacer

                                       de mi cadáver el último poema

 

          La vida es un amasijo de huesos y cagajones, un volcán de vómitos:

 

         

                                        La vida es un borracho

                                       una ebriedad de espanto

                                       un lugar en el cieno

                                       una ebriedad de loco

                                       que cae de mi boca, formando el poema

 

Y escribir es “la perfecta venganza”. La entrega al ejercicio del mal es el acto más puro que pueden hacer los humanos, ya que toda noción de bondad es una hipocresía insoportable. Como dicen los satanistas, sólo puede alcanzarse la santidad y la calma espiritual por el camino del máximo pecado y la suprema degradación humana.

El libro que hoy presentamos, “Locos”, de Leopoldo María Panero y Luis Arencibia (Cto Editorial, Madrid, 2008, 3ª edición) ilustra muy bien lo que llevamos diciendo.

 

                                        El poema es como un pus

                                       como el grito de mis ojos

                                       como la sombra en el suelo

                                       de Peter Pan, que los otros

                                       pisotean sin verla

                                       en el suelo del espíritu

                                       en el infierno aún más atroz de lo blanco

 

Y también este otro fragmento:

                                      

                                        Un animal huye a través del laberinto

                                       dejando sólo un rastro de baba

                                        en que habita el poema

 

Estos breves poemas (páginas 46 y 50) confirman la esencia de la poesía de Panero. “La definición de mi poesía es la de darle sentido a la locura, ponerla sobre el papel. Yo lo que reivindico es un derecho a otra vida, a una vida alternativo, que el capitalismo –o la sociedad occidental- no tolera. El capitalismo es como una cárcel con una torre en el centro desde donde se vigila el comportamiento de todos los presos. En el sistema no se puede tener más que una vida, que es la que se llama normalidad, y la normalidad, encima, es una cesación del sentido. La sociedad en el capitalismo es sin aventura. La aventura está prohibida”, afirma en el texto “El poeta solo”, páginas 115 y sucesivas.

Arencibia y Panero realizan un ejercicio de lucidez con este libro. De una parte los dibujos de Luis son esclarecedores, radiografías casi demoníacas de esos pozos de la mente, de esas torturas del cuerpo. Esos ojos saltones, esos ojos que se salen de sus órbitas, esas bocas desdentadas, esas mejillas hundidas, esos cabellos encrespados, esos miedos, esos resentimientos, esos odios incluso, toda esa orografía tan convulsa, tan deteriorada y a la misma vez tan esclarecedora, ha sido trasladada al lienzo con una exactitud apabullante. El propio Arencibia ha hecho su propio descenso a los infiernos y ha ascendido de ellos con mayor sabiduría demostrándonos de paso que es un magnífico retratista, diríamos que un perfecto rastreador de la condición humana. De otro lado, Panero nos trae sus versos que son ejecuciones sumarias al orden convencional de las cosas, voces de un Peter Pan que se negó a crecer hace mucho tiempo y que para sentirse vivo necesita provocar, fustigar, enardecer, escribir himnos a Satán. “Dios debe tener pánico en esta tierra, decididamente España no es un lugar para el espíritu”, dice. Como expresó Felicidad Blanch, madre del poeta, “la generación de Leopoldo es una generación atormentada. Una vez tuve la ocasión de ver su ficha policial y allí había de todo, era marxista, trotskysta, traficante y no sé qué más.” Leopoldo en la cárcel por comunista, Leopoldo en el manicomio por ser un loco lúcido, Leopoldo en los libros porque se impone ser individuo, es decir persona, es decir máscara de otra máscara que es su yo profundo. Si en nuestra sociedad todos estamos estandarizados, si casi nadie tiene entidad, si casi todos somos números vigilados por el Gran Hermano que nos anticipó Aldous Huxley en “Un mundo feliz”, Leopoldo es el enfermo que escapa y avanza en muchas direcciones, y se convierte en Narciso homicida que se autodestruye para recomponerse. Pasar la última frontera, atreverse a ser Judas Iscariote. Y, sin embargo, el poeta escandaloso es también el poeta que escribe bien, la voz que mejor retrata nuestras miserias. Como dice Panero, página 14:

                                        Cuadro tras cuadro

                                       se dibuja la misma figura,

                                       la de un hombre que ha perdido

                                       y se contempla, extraño Narciso, en el

                                                 estiércol.

 

¿Qué es escribir sino vomitar recuerdos? El poeta se lo plantea y lo responde en este breve poema:

 

                                       Todos nosotros somos hombres libro

                                       y guardamos el secreto de la memoria

                                       de los secretos que nos persiguen sobre

                                                           la página

 

En resumen podríamos concluir que “Locos”, en esta nueva presentación, es un libro ampliado sobre las ediciones anteriores, a las que mejora sustancialmente pues aporta más retratos y más textos. Sólo nos queda, pues, felicitar a Luis Arencibia –por confirmarnos esta faceta suya de excelente retratista que ahonda en la expresión del retratado- y a Leopoldo María Panero –reconocido sin duda al día de hoy como uno de los poetas más importantes en lengua española- por este libro tan provocador como necesario, puesto que nos hace escarbar en los altibajos de la condición humana, en sus miserias y grandes

 

(Leído con motivo de la presentación del libro en la Casa-Museo León y Castillo, Telde, 27 de marzo de 2009)


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