Parodiando al
gran maestro Shakespeare, podríamos hacernos la fatídica pregunta de difícil
respuesta: Estar loco o no estar loco, esa es la cuestión. Puede pensarse que
todo es relativo, que nadie está completamente loco ni nadie está completamente
cuerdo. Y desde que el mundo es mundo han marchado en estrecha relación la
magia, la locura y el arte con un objetivo común: descubrir los secretos que
esconde el misterio de la existencia humana y el misterio de la propia
naturaleza, y ello sucede para plantear el ideal de trascendencia, esquivar la
angustia de sabernos mortales, tratar de aportar algo de luz en medio de tanta
oscuridad. Así las primeras pinturas rupestres tuvieron una función de
exorcismo, si se representaban animales en las cuevas era con el deseo de que
esos animales pudieran ser cazados por la tribu. Un loco acto de fe similar a
cuando se saca en procesión a los santos para que llueva. En la Edad Media a
los desequilibrados se les sentenciaba directamente a la hoguera, una forma de
profilaxis muy querida por la Santa Inquisición. En el cuadro “La nave de los
locos”, El Bosco hace una sátira contra esa locura colectiva del mundo: los
hombres extraviados en sus obsesiones y lujurias olvidan el espíritu, y
cantando, bebiendo y fornicando navegan sin rumbo. Más tarde los pintores
expresionistas muestran con crudeza el desequilibrio emocional, recordemos el
cuadro “El grito”, del noruego Eduard Munch, que nos golpea directamente con su
deformidad expresiva. Para las letras y las artes, parece que la locura –es
decir, la salida de uno mismo, la enajenación- es un elemento casi
imprescindible, un elemento necesario, consustancial. Frida Khalo era una
amargada bipolar, el pintor Pollock administraba su locura a base de mucho
alcohol, otros ha habido que se han guiado por el opio o la cocaína. Foucault
aseveraba que el arte empuja la locura, y la locura empuja al arte. Al mismo
tiempo, el creador necesita que su disidencia interior, su impulso creativo,
salga de su mente para de alguna manera –mediante esa terapia- volver al mundo
de los ciudadanos “normales”, normales entre comillas.
Y es que la
obra de arte nace del lado más impenetrable de nuestra existencia, del llamado
inconsciente, y –como producto de ese impulso irracional- esa obra de arte
brota de las pasiones, los miedos, los deseos, la necesidad, el instinto, el
amor y el desamor, la vanidad, la ira, el gozo y el dolor de sentirse vivos.
Ese profundo conflicto genera en el artista la fuerza de crear. En algunos
casos esa pulsión creativa supera el control racional y provoca la locura, no
olvidemos que el impulso de la genialidad está muy vinculado al impulso de
salir de uno mismo, es decir: a la enajenación. Los creadores coquetean con la
esquizofrenia y la paranoia: Van Gogh, Caravaggio, El Bosco, Dalí, James Joyce,
Virginia Woolf, Edgar Allan Poe, Dostoievski, Strindberg, Artaud y un largo
etcétera.
Para escribir
o para pintar el creador necesita semanas, meses y años encerrado en una
habitación, inventando palabras o colores. Se piensa que los novelistas son un
poco esquizofrénicos pues necesitan dividir su mente en varios personajes.
Suele creerse que los escritores tuvieron una infancia infeliz, una infancia
que fue perdida demasiado pronto y por eso luego se proponen reflejar en sus
libros esos años perdidos. Dice Alfredo Bryce Echenique que el 1 por ciento de
los hombres de ciencia sufre depresión maníaca profunda, frente a un 41 por
ciento de los novelistas. Y es que el trabajo creativo requiere de un inmenso y
sostenido esfuerzo, de tal sacrificio personal y una dedicación tan excepcional
que en todo ello podría estar el origen de sus graves consecuencias personales.
El creador, el artista, es siempre un disidente de lo cotidiano. Alguien que se
sitúa en el otro extremo de los valores aconsejables, de los códigos pragmáticos.
Escribir o pintar no suelen producir buenas ganancias –salvo contadas
excepciones-, pero el creador se siente irremediablemente atraído por
desarrollar su obra, a pesar de ser consciente de que ganaría mucho más si
pusiera un puesto de perros calientes en la esquina.
Siguiendo a
Freud y al psicoanálisis, la literatura -y también la pintura- puede ser una
forma organizada de delirio. Miedos, pesadillas, angustias y deseos alimentan
la escritura, y el autor plasma en sus obras esos fantasmas. El escritor y el
pintor pueden estar llenos de manías que harán las delicias de un psiquiatra,
pero para escribir o para pintar con hondura hace falta lucidez y control sobre
la obra; meterse en ciertas visiones, en obsesiones, y regresar de ellas
construyendo algo bello o impactante para los demás. El escritor y el pintor se
aíslan, se obsesionan, padecen malhumor, pero también disfrutan con lo que
hacen. Escribir o pintar humanizan, y a veces estas actividades hacen que el
creador consiga páginas y lienzos imperecederos como lo hizo Goya con sus
Pinturas Negras.
Como decíamos
en nuestro libro “El Neptuno de Melenara”, (Ayuntamiento de Telde, 2005) Luis
Arencibia es un artista humilde y trabajador que ha hecho patria en Telde y
Leganés. Al socaire de sus crisis personales, de los desgarramientos y las
travesías del a las que en el transcurso de nuestra vida nos vemos obligados,
de los procesos de rupturas y posteriores sosiegos, el artista ha caminado
desde lo iconoclasta rompedor a la asunción de códigos más habituales, del
desgarramiento tremendista hacia la confirmación de un mundo más sereno y
armonioso, más sensual y relajante, sin duda también más esperanzado. Desde San
Juan de la Cruz a Nietzsche, desde Baudelaire a Camus, desde Carlos Marx a
Kafka y a los componentes de la Generación del 98 se ha ido conformando su
pensamiento, de la misma manera que en el plano artístico figura su admiración
por Durero, Grünewald, Miguel Angel, Leonardo da Vinci, Ricardo Baroja, Rodin y
Solana. Como otros artistas, Arencibia ha pasado por etapas iniciales en las
que requirió dar rienda suelta a vértigos y espasmos que daban vueltas en su
interior. Por ello los primeros fueron años de trasgresión y rebeldía, momentos
en que hizo guiños a su realismo fantasmagórico, la revoltura psicodélica y
alucinada, los mensajes políticos, una intencionalidad satírica y un ejercicio
de interpretación irónica casi fustigante. En su marcha desde sus primeras
exposiciones individuales en pubs, el surrealismo gráfico, tras el cultivo de
la provocación y el guiño terrorífico ha ido dando paso a un cierto sentimiento
dramático acerca del destino de la humanidad, el retrato de los locos del
manicomio de Leganés, la visión de los temores medievales y por último la
aquiescencia de lo circundante, sobre lo cual aporta su visión renovadora,
comprometida con el entendimiento antiespeculativo de los espacios urbanos y un
humanismo progresista encaminado a regenerarlos. En su relación con el
dibujante y pintor Andrés Rábago –también conocido como El Roto y Ops-
Arencibia muestra una preocupación similar por la trascendencia y una reflexión
filosófica ante la realidad, embarcados ambos en los trabajos de
autoconocimiento que conlleva un humanismo de izquierdas, una especie de lucha
contra la tendencia a autocomplacerse y a instalarse, y asimismo una permanente
contestación hacia los miedos y las miserias que condicionan al subconsciente.
No en vano el miedo es el núcleo esencial. Es el territorio que hay que
expurgar, en el que realmente se dirimen las grandes batallas. La lucha contra
el ego y todo lo que ello conlleva, es el verdadero territorio de la lucha de
cada uno de nosotros, afirma Andrés Rábago, quien llega más allá cuando estima
que dado que este sistema está abocado a su aniquilación y destrucción, hemos
de trabajar en la relación trascendente con la naturaleza y también con
nosotros mismos.
Tal como ya
expresó Ernesto Carrión en su trabajo “Leopoldo María Panero y la muerte del
sujeto en el mapa de la lírica contemporánea”, no creemos que Panero deba ser
calificado como un poeta maldito, sino que es un poeta revolucionario, un
escritor que pone al hombre frente al hombre sin pellejo, que le enseña su
enfermedad, sus llagas y sus vísceras, todo aquello que el Hombre se ha
encargado de ocultar, a través de la psiquiatría y otros repertorios
moralizantes. Siempre reinventándose y autor de casi 40 libros, en los que
consta poesía, cuentos de horror, novelas, ensayos, autobiografías y libros en
conjunto, Panero se dio a conocer en la célebre antología de José María
Castellet, Los nueve novísimos poetas españoles, en 1970. Su continua
experimentación, su uso de la intertextualidad, su uso de temas obscenos le ha
valido que la crítica oficial le haya dado la espalda, consolidando así su
imagen y condición marginal. Sin embargo, a pesar de estar desplazado en España
por la llamada “poesía de la experiencia”, Panero es un loco que vende. Su
funcionalidad reside en colocar su poesía descarnada frente a esa poesía de un
Yo cotidiano y tedioso, encerrado en circunstancias urbanas, esos escritores
que a veces hablamos de nosotros mismos, de nuestra caspa o nuestra calvicie o
la Viagra que necesitamos a cada instante, sin ahondar en los dramas del
entorno, en la historia de tanta gente maltratada. Panero anda entre los
surrealistas y Mallarmé, Leautreamont, Baudelaire, entre Poe, Blake, Lovecraft;
éstos son los maestros. Palabra que es vómito, llaga, escupitajo, mierda.
Palabra que es misa satánica, sexo salvaje, sadomasoquismo. Palabra de un
visionario, un alcohólico, un drogata, un suicida en potencia y en acto. Un
iluminado postromántico que procura causar horror y repugnancia:
Ya que todo lo prostituí, aún puedo
prostituir
mi muerte y hacer
de
mi cadáver el último poema
La
vida es un amasijo de huesos y cagajones, un volcán de vómitos:
La
vida es un borracho
una
ebriedad de espanto
un
lugar en el cieno
una
ebriedad de loco
que
cae de mi boca, formando el poema
Y escribir es “la perfecta
venganza”. La entrega al ejercicio del mal es el acto más puro que pueden hacer
los humanos, ya que toda noción de bondad es una hipocresía insoportable. Como
dicen los satanistas, sólo puede alcanzarse la santidad y la calma espiritual
por el camino del máximo pecado y la suprema degradación humana.
El libro que
hoy presentamos, “Locos”, de Leopoldo María Panero y Luis Arencibia (Cto
Editorial, Madrid, 2008, 3ª edición) ilustra muy bien lo que llevamos diciendo.
El
poema es como un pus
como
el grito de mis ojos
como
la sombra en el suelo
de
Peter Pan, que los otros
pisotean
sin verla
en
el suelo del espíritu
en
el infierno aún más atroz de lo blanco
Y también este otro fragmento:
Un
animal huye a través del laberinto
dejando
sólo un rastro de baba
en que habita el poema
Estos breves
poemas (páginas 46 y 50) confirman la esencia de la poesía de Panero. “La
definición de mi poesía es la de darle sentido a la locura, ponerla sobre el
papel. Yo lo que reivindico es un derecho a otra vida, a una vida alternativo,
que el capitalismo –o la sociedad occidental- no tolera. El capitalismo es como
una cárcel con una torre en el centro desde donde se vigila el comportamiento
de todos los presos. En el sistema no se puede tener más que una vida, que es
la que se llama normalidad, y la normalidad, encima, es una cesación del
sentido. La sociedad en el capitalismo es sin aventura. La aventura está
prohibida”, afirma en el texto “El poeta solo”, páginas 115 y sucesivas.
Arencibia y
Panero realizan un ejercicio de lucidez con este libro. De una parte los
dibujos de Luis son esclarecedores, radiografías casi demoníacas de esos pozos
de la mente, de esas torturas del cuerpo. Esos ojos saltones, esos ojos que se
salen de sus órbitas, esas bocas desdentadas, esas mejillas hundidas, esos
cabellos encrespados, esos miedos, esos resentimientos, esos odios incluso,
toda esa orografía tan convulsa, tan deteriorada y a la misma vez tan
esclarecedora, ha sido trasladada al lienzo con una exactitud apabullante. El
propio Arencibia ha hecho su propio descenso a los infiernos y ha ascendido de
ellos con mayor sabiduría demostrándonos de paso que es un magnífico
retratista, diríamos que un perfecto rastreador de la condición humana. De otro
lado, Panero nos trae sus versos que son ejecuciones sumarias al orden
convencional de las cosas, voces de un Peter Pan que se negó a crecer hace
mucho tiempo y que para sentirse vivo necesita provocar, fustigar, enardecer,
escribir himnos a Satán. “Dios debe tener pánico en esta tierra, decididamente
España no es un lugar para el espíritu”, dice. Como expresó Felicidad Blanch,
madre del poeta, “la generación de Leopoldo es una generación atormentada. Una
vez tuve la ocasión de ver su ficha policial y allí había de todo, era
marxista, trotskysta, traficante y no sé qué más.” Leopoldo en la cárcel por
comunista, Leopoldo en el manicomio por ser un loco lúcido, Leopoldo en los
libros porque se impone ser individuo, es decir persona, es decir máscara de
otra máscara que es su yo profundo. Si en nuestra sociedad todos estamos
estandarizados, si casi nadie tiene entidad, si casi todos somos números
vigilados por el Gran Hermano que nos anticipó Aldous Huxley en “Un mundo
feliz”, Leopoldo es el enfermo que escapa y avanza en muchas direcciones, y se
convierte en Narciso homicida que se autodestruye para recomponerse. Pasar la
última frontera, atreverse a ser Judas Iscariote. Y, sin embargo, el poeta
escandaloso es también el poeta que escribe bien, la voz que mejor retrata
nuestras miserias. Como dice Panero, página 14:
Cuadro tras
cuadro
se
dibuja la misma figura,
la
de un hombre que ha perdido
y
se contempla, extraño Narciso, en el
estiércol.
¿Qué es
escribir sino vomitar recuerdos? El poeta se lo plantea y lo responde en este
breve poema:
Todos nosotros somos hombres libro
y
guardamos el secreto de la memoria
de
los secretos que nos persiguen sobre
la
página
En resumen
podríamos concluir que “Locos”, en esta nueva presentación, es un libro
ampliado sobre las ediciones anteriores, a las que mejora sustancialmente pues
aporta más retratos y más textos. Sólo nos queda, pues, felicitar a Luis
Arencibia –por confirmarnos esta faceta suya de excelente retratista que ahonda
en la expresión del retratado- y a Leopoldo María Panero –reconocido sin duda
al día de hoy como uno de los poetas más importantes en lengua española- por
este libro tan provocador como necesario, puesto que nos hace escarbar en los
altibajos de la condición humana, en sus miserias y grandes
(Leído con motivo de la presentación del
libro en la Casa-Museo León y Castillo, Telde, 27 de marzo de 2009)
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