lunes, 16 de noviembre de 2020

4 poemas de Francisco Brines (Premio Cervantes 2020)

 

Amor en Agriento

                                                              (Empedócles en Akragas)

Es la hora del regreso de las cosas,
cuando el campo y el mar se cubren de una sombra lenta
y los templos se desvanecen, foscos, en el espacio;
tiemblan mis pasos en esta isla misteriosa.

Yo te recuerdo, con más hermosura tú
que las divinidades que aquí fueron adoradas;
con más espíritu tú, pues que vives.
Hay una angustia en el corazón
porque te ama,
y estas viejas columnas nada explican:

Unos ardientes ojos, cierta vez, miraron esta tierra
y descubrieron orígenes diversos en las cosas,
y advirtieron que espíritus opuestos los enlazaban
para que hubiese cambio, y así explicar la vida.
Esta tarde, con los ojos profundos, he descubierto la intimidad
                                                                       del mundo:
Con sólo aquel principio, el que albergaba el pecho,
extendí la mirada sobre el valle;
mas pide el universo para existir el odio y el dolor,
pues al mirar el movimiento creado de las cosas
las vi que, en un momento, se extinguían,
y en las cosas el hombre.

La ciudad, elevada, se ha encendido,
y oyen los vivos largos ladridos por el campo:
éste es el tránsito de la muerte, confundiéndose con la vida.
Estas piedras más nobles, que sólo el tiempo las tocara,
no han alcanzado aún el esplendor de tu cabello
y ellas, más lentas, sufren también el paso inexorable.
Yo sé por ti que vivo en desmesura,
y este fuerte dolor de la existencia
humilla al pensamiento.
Hoy repugna al espíritu
tanta belleza misteriosa, tanto reposo dulce, tanto engaño.

Esta ciudad será un bello lugar para esperar la nada
si el corazón alienta ya con frío,
contemplar la caída de los días,
desvanecer la carne.
Mas hoy, junto a los templos de los dioses,
miro caer en tierra el negro cielo
y siento que es mi vida quien aturde a la muerte

 Causa del amor

Cuando me han preguntado la causa de mi amor
yo nunca he respondido: Ya conocéis su gran belleza.
(Y aún es posible que existan rostros más hermosos.)
Ni tampoco he descrito las cualidades ciertas de su espíritu
que siempre me mostraba en sus costumbres,
o en la disposición para el silencio o la sonrisa
según lo demandara mi secreto.
Eran cosas del alma, y nada dije de ella.
(Y aún debiera añadir que he conocido almas superiores.)

La verdad de mi amor ahora la sé:
vencía su presencia la imperfección del hombre,
pues es atroz pensar
que no se corresponden en nosotros los cuerpos con las almas,
y así ciegan los cuerpos la gracia del espíritu,
su claridad, la dolorida flor de la experiencia,
la bondad misma.
Importantes sucesos que nunca descubrimos,
o descubrimos tarde.
Mienten los cuerpos, otras veces, un airoso calor,
movida luz, honda frescura;
y el daño nos descubre su seca falsedad.

La verdad de mi amor sabedla ahora:
la materia y el soplo se unieron en su vida
como la luz que posa en el espejo
(era pequeña luz, espejo diminuto);
era azarosa creación perfecta.
Un ser en orden crecía junto a mí,
y mi desorden serenaba.
Amé su limitada perfección.
 

Con los ojos serenos

En esta hora lívida de la primavera, al caer la tarde,
después de una reciente lluvia, las flores
brotan en el jardín
claras y misteriosas,
y oigo carreras en la calle, después silencio, siento la
                                                           soledad herirme,
y ahora pasos y voces. Cesan. Canta un muchacho,
y adivino en sus ojos la despedida de esta luz cansada,
                                                      de este día terrible
para tantos, mientras su voz se aleja por la noche.

Ahora que no hay felicidad, quiero encontrar un rostro
que refleje su luz, mirar caer la noche
sobre el campo dormido, oír cantar un pájaro
con dulzura inocente.
Y ahora que de ella nada queda en mí,
yo quiero contemplarla
en lo que existe y la retiene,
y con ojos serenos me asomo a la ventana para ver
un hombre con un perro, conversando unos niños, un
                                                              balcón encendido.

Hay un sordo dolor ante este frío oscuro que se agolpa
más allá de las horas de la vida,
y busco un rostro que refleje luz,
alguien que, como yo, teniendo muerte sólo,
tenga también, como tuviera yo,
venciéndola, la vida.

Los niños se dispersan, el balcón se ha apagado, se
hunde en la noche el hombre con su perro.

Con quién haré el amor

En este vaso de ginebra bebo
los tapiados minutos de la noche,
la aridez de la música, y el ácido
deseo de la carne. Sólo existe,
donde el hielo se ausenta, cristalino
licor y miedo de la soledad.
Esta noche no habrá la mercenaria
compañía, ni gestos de aparente
calor en un tibio deseo. Lejos
está mi casa hoy, llegaré a ella
en la desierta luz de madrugada,
desnudaré mi cuerpo, y en las sombras
he de yacer con el estéril tiempo.

Vuelve la hora feliz. Y es que no hay nada
sino la luz que cae en la ciudad
antes de irse la tarde,
el silencio en la casa y, sin pasado
ni tampoco futuro, yo.
Mi carne, que ha vivido en el tiempo
y lo sabe en cenizas, no ha ardido aún
hasta la consunción de la propia ceniza,
y estoy en paz con todo lo que olvido
y agradezco olvidar.
En paz también con todo lo que amé
y que quiero olvidado.

Volvió la hora feliz.
Que arribe al menos
al puerto iluminado de la noche.

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