domingo, 10 de junio de 2012

Paseo en Auschwitz con Beethoven al fondo

Al llegar todo le parece ficticio, uno de esos decorados de cartón piedra para rodar películas. Pero cuando se traspasa el umbral esculpido con la siniestra frase, Arbeit mach Frei, el trabajo os hará libres, ya se siente incómodo. Y se le eriza la piel al contemplar los mechones de cabellos con los que fabricaban alfombras, los minúsculos zapatos de los niños, las maletas que ingenuamente pensaban recuperar las víctimas o las latas de Zyklon B para las cámaras de gas; entonces entiende que la pesadilla fue real.
                Las alambradas de púas, las calaveras que advierten del peligro de electrocución, las casetas de vigilancia, el barracón de los experimentos médicos con sus ventanas cegadas. Las celdas de castigo, el paredón de los fusilamientos, la horca ejemplarizante. Por los huecos de las letrinas los presos -tan famélicos- caían entre los excrementos.
                Era un día de septiembre, gris y lluvioso. Habían visitado Wadowice, el pueblo del papa, y las minas de sal con sus estatuas y su fantástica capilla. Tras la guía entraba en las celdas, le aterraba percibir el aire dentro de los barracones y los lamentos. Las fotos mostraban filas de hombres entre los álamos, con sus trajes de rayas, pálidos como aparecidos. Una orquesta de presos difundía música clásica, podría ser la sexta sinfonía de Beethoven, la dulce Pastoral.
Dicen que al compositor le gustaba pasear por los prados, salía de Viena para empaparse de la naturaleza. Observaba a los labriegos en su recolección y en sus bailes, el brillo del sol que hace piar a los pájaros. Así transcribió el Despertar de alegres sentimientos, la escena en el arroyo, el canto de los pastores, la tormenta y la acción de gracias. El Allegretto, punto y final.
             Se había separado del ruidoso grupo, todos con sus cámaras digitales y sus tomavistas de última generación. Hacía frío, ya se sabe que en Polonia los veranos pueden atraer la tormenta.
                Vio bandadas de pájaros entre las ruinas de los crematorios, volados por las SS poco antes de abandonar el campo. 
                Los gorriones con su apariencia vulgar y pocos distinguidos. Eran amigos de los ancianos que vienen a comer en su mano, muy demandados en los bares pues los servían ensartados, un bocado exquisito. Hasta que los ecologistas empezaron a moverse y ya no hubo más pajaritos fritos para la cerveza de las doce.
                El, Andrés Goldwicz, ha vuelto a los orígenes.
                Su familia salió de aquí hace mucho tiempo. Caminó países, cruzó fronteras, atravesó el ancho mar. Nació en Buenos Aires, vino a España con apenas cuatro años. Y siempre sintió la necesidad de contemplar el lugar donde murió su abuelo Dariusz Goldwicz, donde casi agonizaba el tío Piotr cuando llegaron los rusos, donde no sobrevivió su prima Elzbieta.
                Conserva algunas de las cartas en que los parientes hablaban de los tremendos sucesos allí acaecidos. Del abuelo Dariusz, de Piotr, de Elzbieta. De cómo esta última se encariñó con los gorriones, a los que alimentaba con migas de pan. De cómo los presagios fueron terribles y se hicieron realidad, y de la forma en que los judíos sucumbieron con dignidad.
                Se lo contó a la guía. Ella frunció el ceño: bonita esa historia, pero poco creíble, explicó. La humareda de los crematorios creaba un hedor tan insoportable en la zona que todas las aves tuvieron que huir –le dijo, muy resuelta-. La apertura de zanjas donde se arremolinaban los cadáveres también.
                -Debió ser una ilusión para seguir viviendo –concluyó.
                Quiere creer, sin embargo, en la veracidad del relato. Pero ¿de dónde iban a sacar las migas de pan si padecían un hambre tan atroz y sufrían de tal manera que morían a puñados? Extraño pueblo el suyo. Superviviente nato de todas las guerras y de todos los éxodos, fue víctima y ahora es verdugo.
                Al marchar pensó que si el gran Ludwig pasease en estos tiempos por las afueras de Viena, encontraría menos belleza. Y quizá ya no habría podido escribir la sexta sinfonía. Un consuelo tuvo, eso sí: nunca llegó a sospechar las atrocidades de sus paisanos los nazis.
            Ilustración: fachada principal del campo
                                   

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