Las alambradas de púas, las
calaveras que advierten del peligro de electrocución, las casetas de
vigilancia, el barracón de los experimentos médicos con sus ventanas cegadas.
Las celdas de castigo, el paredón de los fusilamientos, la horca
ejemplarizante. Por los huecos de las letrinas los presos -tan famélicos- caían
entre los excrementos.
Era un día de septiembre, gris y
lluvioso. Habían visitado Wadowice, el pueblo del papa, y las minas de sal con
sus estatuas y su fantástica capilla. Tras la guía entraba en las celdas, le
aterraba percibir el aire dentro de los barracones y los lamentos. Las fotos
mostraban filas de hombres entre los álamos, con sus trajes de rayas, pálidos
como aparecidos. Una orquesta de presos difundía música clásica, podría ser la
sexta sinfonía de Beethoven, la dulce Pastoral.
Dicen que al compositor le
gustaba pasear por los prados, salía de Viena para empaparse de la naturaleza.
Observaba a los labriegos en su recolección y en sus bailes, el brillo del sol
que hace piar a los pájaros. Así transcribió el Despertar de alegres
sentimientos, la escena en el arroyo, el canto de los pastores, la tormenta y
la acción de gracias. El Allegretto, punto y final.
Se había separado del ruidoso
grupo, todos con sus cámaras digitales y sus tomavistas de última generación.
Hacía frío, ya se sabe que en Polonia los veranos pueden atraer la tormenta.
Vio bandadas de pájaros entre
las ruinas de los crematorios, volados por las SS poco antes de abandonar el
campo.
Los gorriones con su apariencia
vulgar y pocos distinguidos. Eran amigos de los ancianos que vienen a comer en
su mano, muy demandados en los bares pues los servían ensartados, un bocado exquisito.
Hasta que los ecologistas empezaron a moverse y ya no hubo más pajaritos fritos
para la cerveza de las doce.
El, Andrés Goldwicz, ha vuelto a
los orígenes.
Su familia salió de aquí hace
mucho tiempo. Caminó países, cruzó fronteras, atravesó el ancho mar. Nació en
Buenos Aires, vino a España con apenas cuatro años. Y siempre sintió la
necesidad de contemplar el lugar donde murió su abuelo Dariusz Goldwicz, donde
casi agonizaba el tío Piotr cuando llegaron los rusos, donde no sobrevivió su
prima Elzbieta.
Conserva algunas de las cartas
en que los parientes hablaban de los tremendos sucesos allí acaecidos. Del
abuelo Dariusz, de Piotr, de Elzbieta. De cómo esta última se encariñó con los
gorriones, a los que alimentaba con migas de pan. De cómo los presagios fueron
terribles y se hicieron realidad, y de la forma en que los judíos sucumbieron
con dignidad.
Se lo contó a la guía. Ella
frunció el ceño: bonita esa historia, pero poco creíble, explicó. La humareda
de los crematorios creaba un hedor tan insoportable en la zona que todas las
aves tuvieron que huir –le dijo, muy resuelta-. La apertura de zanjas donde se
arremolinaban los cadáveres también.
-Debió ser una ilusión para
seguir viviendo –concluyó.
Quiere creer, sin embargo, en la
veracidad del relato. Pero ¿de dónde iban a sacar las migas de pan si padecían
un hambre tan atroz y sufrían de tal manera que morían a puñados? Extraño
pueblo el suyo. Superviviente nato de todas las guerras y de todos los éxodos,
fue víctima y ahora es verdugo.
Al marchar pensó que si el gran
Ludwig pasease en estos tiempos por las afueras de Viena, encontraría menos
belleza. Y quizá ya no habría podido escribir la sexta sinfonía. Un consuelo
tuvo, eso sí: nunca llegó a sospechar las atrocidades de sus paisanos los
nazis.
Ilustración: fachada principal del campo
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