Una vez fuimos de excursión todos los de mi clase al
interior de La Caldera.
Muy temprano salimos de Santa Cruz de La Palma y dejamos atrás su
caserío, que -según el profesor de mi clase- al amanecer es igual que las
gradas de un teatro griego de hermosos colores, con sus edificios, su puerto y
su avenida. Un poco cansados por las muchas curvas llegamos a El Paso, y ya el
sol inundaba de luz la torre de la iglesia y las casas blancas en medio de las
huertas. Yo, en particular, tenía muchas ganas e iba muy contenta en la guagua,
porque nunca había estado en el parque nacional. Así que nos preparamos las
mochilas con las cosas que debíamos llevar, un buen calzado, los sacos de
dormir, las cantimploras y todo eso.
Los cuidadores nos hicieron prometer
que nadie se separaría. Todos juntos, porque nos pueden suceder cosas
impensadas como extraviarse y sobre todo alguna caída peligrosa.
Taburiente es una maravilla de la
creación; todo nos habla de armonía y bienestar. Las cascadas de los riscos
forman riachuelos, y en los charcones te puedes bañar igual que en una piscina.
Y los pinos, tan frondosos y dispuestos a trepar, escoltándonos como soldados a
dondequiera que vamos. Asimismo las plantas medicinales, que sirven para sanar
muchas cosas. El garitope crece entre los pinos, y además existe la cola de
caballo, el llantén y tantas otras.
Soy algo gandula y me asustaba que
se me hincharan mucho los pies, me picaran los mosquitos o me salieran llagas.
Pero nada de ello sucedió. Eso sí: tuve que acostumbrarme. Como cuando uno ha
de emprender en la vida algo distinto.
Los momentos que allí pasamos fueron
preciosos, inolvidables. Desde entonces siempre tengo ganas de volver.
El último día prendimos un fuego de
campamento. Todos alrededor de la hoguera zampándonos las cosas para cenar, y
cantando canciones divertidas. Siempre da algo de pena llegar al final de una
experiencia así, porque aunque quizá la repitamos no seremos los mismos.
Algunos niños habrán cambiado de colegio, tal vez los profesores sean otros. La
vida es un permanente cambio.
-Jennifer ¡despierta!
Eso me decían cuando me vieron con
la mente en babia. Como si estuviera a mil kilómetros de allí. A veces me gusta
imaginar cosas fantásticas. Me encantan las películas del mundo antiguo, como
“El señor de los anillos”. La del “Titanic” también me gustó, sólo que lloré
bastante. ¡Quién pudiera ser actriz en Hollywood y disfrutar las mieles de la
fama!
-Jennifer ¡no te duermas!
Y la verdad es que tenía mucho sueño
esa noche, sí. Debía ser también por el cansancio de tantos días a trote, con
tantísimas cosas para ver. Por ejemplo el roque sagrado donde los guanches
colocaban las entrañas de cabra y las ofrendas de leche fresca para que su dios
mantuviera el orden natural, para que el sol siguiera iluminando sus días y los
rebaños encontrasen pastos frescos. También nos enseñaron cuevas donde en
ocasiones aparecen cerámicas, collares de conchas y huesos de los animales con
que se alimentaban.
Me estaba embelesando, sí. Como si
un sopor me invadiera, no podía mantener los ojos abiertos. Así que más muerta
que viva me metí en el saco de dormir.
Cómo sucedió no lo recuerdo. Pero al
rato me vi en compañía de otros amigos del curso observando las estrellas.
Aquella noche aparecían a puñados en el cielo, tan luminosas como si pudieses
atraparlas alargando la mano.
Sentimos un cosquilleo tan especial
en nuestra cabeza que no conseguíamos dormir. Y mira que estábamos para el
arrastre.
Sin hacer ruido nos levantamos, era
una hermosa noche de luna llena y alcanzábamos a ver casi igual que si fuese de
día.
De pronto nos llamó la atención un
tintineo a lo lejos.
-¡Allí, allí! –les dije.
Al principio nadie consiguió
distinguir nada, pero fijándonos bien lo contemplamos.
Era como si pululasen pequeñas
luces. Lo más extraordinario fue su revoloteo de un lugar para otro igual que
una bandada de luciérnagas, esos insectos que brillan en la oscuridad. Y parecía venir una música alegre y
saltarina, de clarinetes y violines con algún acordeón. De pronto tuvimos ganas
de movernos siguiendo el compás de aquella melodía, nuestros pies nos llevaban
en volandas.
Yo me situé a la cabeza del grupo,
dicen que soy inquieta y siempre tengo ganas de explorarlo todo.
Nos lanzamos a caminar los siete que
allí íbamos. Tendríamos que volver pronto, sin duda. No fuese que nos echaran
de menos, y se organizara la marimorena. Eramos Vanessa, Idaira, Paula,
Tanausú, David, Acaymo y yo.
-¡Miren!
Di la voz de alarma. Pues de pronto
fue como si bajase una estrella fugaz, algo así como un meteorito que dejase
tras de sí un rastro de lucecitas muy vivas, un reguero de chispas. Se posó
junto a un remanso. Igual que un rayo con todos los colores del arco iris se
introdujo en el agua. Y luego salieron bailando un minué parejas de enanos que
se cambiaban de traje en un santiamén, tal como los que salen en las fiestas de
la Bajada de la Virgen. Nos quedamos
entusiasmados cuando aquellas pequeñas criaturas nos invitaban a bailar a su
mismo compás.
Luego nos dieron a cada uno un aro
plateado.
¿Algún enviado del Señor de los
Anillos?
No sé cuánto tiempo permanecimos
allí. Tal vez minutos, quizá horas. En todo caso fue una experiencia
inolvidable.
-¿Quién te regaló ese arito que
llevas en el dedo?
-Una amiga, mamá.
-¿No sería algún pretendiente?
-Qué va.
Eso le dije a mi madre cuando llegué
a nuestra casa, en la Calle
Real , cerca de la iglesia del Salvador. Una casa antigua,
porque nuestros antepasados vinieron de Irlanda. Mamá siempre se queja, dice
que es difícil de limpiar. Pero en realidad es bonito estar en un sitio por
donde han pasado muchos O´Brien. Bueno,
lo cierto fue que lo sucedido en La
Caldera no resultó fácil explicarlo. Y es que a veces los
mayores no entienden nada, se equivocan y no es cosa de irles explicando una
por una todas las cosas maravillosas de la vida. Total: ni se las iban a creer.
(De
Los enanos danzones, libro de cuentos
para niños, InterSeptem, 2005)
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