Pero
ni por esas. Como si quisiera aumentar mi desazón, esta incertidumbre de
saberme deshabitado por fuera y por dentro. ¿Qué harás, Ali, si después de
veinte años juntos tú y yo nos hemos vuelto dos extraños incapaces de mirarse a
los ojos?
Me
sentí tan hundido como cuando contemplé por primera vez los cuadros de Hopper,
ese pintor norteamericano que pinta como nadie la soledad y la incomunicación
de los humanos. Lo veo en sus mujeres abatidas en una habitación de hotel, en
sus escenas urbanas, en sus paisajes casi desolados.
Pensé
que lo iba a tener muy mal, y así me vienen las cosas. Creo que el hecho de ser
padres ha contribuido decisivamente a esta tensión inaguantable. Se lo dije: a
nadie se le ocurre apuntarse en un programa de fertilidad que positivamente iba
a traernos por lo menos gemelos, con posibilidades incluso de que fueran
trillizos, conozco más de un caso. Y menos se hacen esas cosas cuando se tienen
cumplidos los 49.
Creo
que ni tú ni yo estábamos preparados.
Ahora
mismo me veo dentro de un cuadro de este grandísimo pintor, cuyo realismo sin
duda incluye un sentimiento poético, pero también hermetismo, una melancolía
casi trágica, una íntima desolación. Incomunicación, estigma de nuestro tiempo
cuando a pesar de tanta tecnología seguimos estando distantes, da igual que
recibas docenas de mensajes -cientos de WhatsApp en tu Ipod o en tu Blackberry-
sigues solo.
Silencio,
espacio metafísico, juego con luces frías y cortantes. Y la escena desierta,
con solo una o, como mucho, dos figuras. Pero siempre resaltando la
imposibilidad de la comunicación, nuestra condena. Como si fuera cierta aquella
frase de Jean-Paul Sartre de que “el infierno son los otros.” Como si fuera
cierto ese pensamiento de que el infierno está en este mundo.
No
volveré al museo Von Thyssen de Madrid, no quiero ver esa mujer en la
habitación gélida de un hotel.
¿Por
qué no fuimos capaces de comprarnos un perro de raza fina, como hace todo el
mundo, en vez de meternos en todo este lío?
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