lunes, 23 de julio de 2012

Abatido y con gemelos ante Hopper

Esta mañana amanecí de mal humor, estoy hecho polvo. Desde que llegaron los niños, Alicia se convirtió en un ser extraño. Mira que se lo había dicho: si nos separamos, no nos tiremos los trastos, ni me pongas pegas para la custodia compartida ni mucho menos me impidas ver a David y a Daniel. Hagámoslo de mutuo acuerdo, para no duplicar gastos con abogados buscapleitos.
Pero ni por esas. Como si quisiera aumentar mi desazón, esta incertidumbre de saberme deshabitado por fuera y por dentro. ¿Qué harás, Ali, si después de veinte años juntos tú y yo nos hemos vuelto dos extraños incapaces de mirarse a los ojos?
Me sentí tan hundido como cuando contemplé por primera vez los cuadros de Hopper, ese pintor norteamericano que pinta como nadie la soledad y la incomunicación de los humanos. Lo veo en sus mujeres abatidas en una habitación de hotel, en sus escenas urbanas, en sus paisajes casi desolados.
Pensé que lo iba a tener muy mal, y así me vienen las cosas. Creo que el hecho de ser padres ha contribuido decisivamente a esta tensión inaguantable. Se lo dije: a nadie se le ocurre apuntarse en un programa de fertilidad que positivamente iba a traernos por lo menos gemelos, con posibilidades incluso de que fueran trillizos, conozco más de un caso. Y menos se hacen esas cosas cuando se tienen cumplidos los 49.
Creo que ni tú ni yo estábamos preparados.
Ahora mismo me veo dentro de un cuadro de este grandísimo pintor, cuyo realismo sin duda incluye un sentimiento poético, pero también hermetismo, una melancolía casi trágica, una íntima desolación. Incomunicación, estigma de nuestro tiempo cuando a pesar de tanta tecnología seguimos estando distantes, da igual que recibas docenas de mensajes -cientos de WhatsApp en tu Ipod o en tu Blackberry- sigues solo.
Silencio, espacio metafísico, juego con luces frías y cortantes. Y la escena desierta, con solo una o, como mucho, dos figuras. Pero siempre resaltando la imposibilidad de la comunicación, nuestra condena. Como si fuera cierta aquella frase de Jean-Paul Sartre de que “el infierno son los otros.” Como si fuera cierto ese pensamiento de que el infierno está en este mundo.
No volveré al museo Von Thyssen de Madrid, no quiero ver esa mujer en la habitación gélida de un hotel.
¿Por qué no fuimos capaces de comprarnos un perro de raza fina, como hace todo el mundo, en vez de meternos en todo este lío?

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