Por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayor - San Sebastián, Euskadi
Frente a las preferencias de una clase media cada vez más numerosa que busca la lectura de libros que sólo pretenden divertir ─a los que se ha asignado la ominosa etiqueta de subliteratura─, se opone la opinión de los defensores de una alta literatura que ayuda al hombre a ser más libre y más tolerante. Es una controversia que quizás adolece de un defecto de partida, ya que antes habría que ponerse de acuerdo en lo que cada concepto representa.
Según el Diccionario Enciclopédico Ilustrado Sopena, la literatura tiene por definición la de ser un género de producciones del entendimiento humano que tienen por fin expresar lo bello por medio de la palabra escrita. El término sirve pues para vestir a los dos santos. Entonces, en lugar de hablar de alta y baja literatura, ¿no sería más correcto hablar de buena y mala literatura? Y aun así, ¿quién establece la diferencia y cuáles son los criterios para diferenciarlas?
Veamos lo que piensa el escritor Javier Marías: Desde hace unos años se reserva el término “literario” para las novelas que antes se llamaban meramente “ambiciosas”. Es decir, para las que no tenían como único propósito el de entretener, sino que, además, pretendían que el lector viera y conociera el mundo mejor, que quizá pensara en cuestiones en las que normalmente no piensa, que reparara en aspectos de los que por lo general se hace caso omiso.
Fijémos nuestra atención en la comparación del filólogo y editor Jaume Vallcorba: Lo que puede diferenciar a la literatura de calidad de la de consumo es, en buena medida, la mayor complejidad de la primera respecto de la segunda. Su mayor densidad y pertinencia significativas, así como el juego constante, paralelo al de la música, entre lo reconocible y la sorpresa. Una complejidad de tipo estilístico y retórico.
Y por último, centrémonos en las palabras de dos personas doctas en la materia, Alicia Correa Pérez y Arturo Orozco Torre: La literatura es un arte que presenta los muy diversos sentimientos y pasiones del ser humano, con toda la fuerza y la intensidad que concede el poder de la palabra escrita. La subliteratura, en cambio, está formada de clichés y lugares comunes; las historias se repiten pues van dirigidas al sentimentalismo vulgar del lector.
La primera conclusión a la que llegamos es que no hay una definición unánime de lo que es Literatura y, por tanto, tampoco de lo que no es. Los límites que separan lo literario de lo no literario son difusos, sobre todo si se atiende únicamente a los cambiantes valores estéticos de cada época. Los romances, por ejemplo, fueron considerados como subliteratura en la Edad Media, para consumo de masas, según el Marqués de Santillana; y hasta hace pocos años entraban dentro del mismo concepto las novelas de detectives, la ciencia ficción, el cómic, la literatura erótica y hasta la infantil.
Hay críticos que, en su afán por buscar las huellas en la historia de la subliteratura, afirman que la subliteratura está íntimamente emparentada con el kitsch. Esta expresión se empezó a utilizar para designar ciertas construcciones arquitectónicas, para después referirse a un tipo de literatura sentimental y patriótica, con trama estereotipada y de composición y efectos fáciles. Umberto Eco hace una reflexión interesante acerca de la influencia que ha tenido:
Desde hace algunas décadas, el kitsch, lo cursi y los subproductos artísticos en general han servido como materia prima de elaboración para autores genuinos. Andy Warhol y Costus, en pintura; Manuel Puig y Guillermo Cabrera Infante, en literatura, o Pedro Almodóvar, en cine, han bebido del kitsch, han hecho una lectura crítica deconstructivista, y lo han devuelto al público en forma de nuevas propuestas estéticas de auténtico valor artístico.
Pero, a pesar de la casi indefinición del género, Umberto Eco encuentra unos elementos que ayudan a caracterizar esta baja literatura:
- Se dirige a un público lector heterogéneo, al que considera como un receptor pasivo de mensajes.
- Es un fenómeno de puro mimetismo de obras del pasado, degradador, ausente de originalidad y capacidad creadora.
- No existen renovaciones estéticas ni de sensibilidad: se limita a homologar el gusto existente de modo conservador.
- Obedece a la ley de la comercialidad.
- Alienta una visión pasiva y acrítica del mundo.
A esta falta de originalidad creadora y estilística podemos añadir otro problema que nos plantea Horacio para la subliteratura: el de su utilidad. Horacio nos dice que en la naturaleza de la poesía existe una relación entre dolce et utile. “Útil” equivale a lo que no sea malgastar el tiempo, es decir que la literatura como tal, aparte de ofrecer una función “dulce” (horas de esparcimiento), nos ofrece también una serie de datos aprovechables acerca de un conocimiento universal, “instructivo”.
La baja literatura es “dulce” pero no “útil”, la ambición de conocimiento queda descartada; el objetivo del lector de este tipo de lecturas es únicamente: la evasión. Y, por lo tanto, jamás se preocupa si la anécdota es verosímil o no.
En definitiva, podemos afirmar que la subliteratura sacrificó los fines estrictamente estéticos y literarios para buscar la comercialidad y así poder llegar a un público mayoritario. En España tuvieron muchísimo éxito y fueron conocidas como “novelas de quiosco”, “novelas de a duro”… Constituyeron un importante entretenimiento durante muchos años y en la memoria de todos están ejemplos representativos como el de la escritora Corín Tellado (una de las más prolíficas que han existido en la historia de la literatura), Marcial Lafuente Estefanía, Silver kane, Curtis Garland y tantos otros.
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