Estamos en una era en la cual la
agresividad y la intolerancia se extienden por todas partes. En una sociedad
con tanta precariedad laboral, la falta de contratos indefinidos es también un
factor que desestabiliza, del mismo modo que la ruina de las clases medias con
la consiguiente cantidad de familias en pobreza es otro factor negativo.
Precariedad de un país que intenta recuperar tantas bofetadas recientes de los
nuevos vándalos y que todavía apenas muestra síntomas de mejoría. Claro que
vándalos son también los que en tiempos de recortes gestionan su enorme fortuna
en Andorra, los que evaden a los paraísos fiscales, los que manipulan a su
antojo, los que se enriquecen con comisiones ilegales, los que gestionan las
finanzas de los partidos políticos y las entienden como una buena forma de
meter la mano. Vándalos son también los que se llenan la boca afirmando que
España prestó a Grecia 26.000 millones de euros que hemos de recuperar y en
cambio se olvidan del coste del rescate a Bankia.
En este panorama convulso la
violencia y la intolerancia van de la mano, por ejemplo unos cuantos hinchas
británicos –del Chelsea– impidieron a un hombre subir al metro de París tras un
partido de fútbol, simplemente porque el hombre era negro. A su vez, Arrigo
Sacchi, importante figura del fútbol italiano, se lamenta de que el balompié de
su país entra en franca decadencia ya que hay demasiados negros en las
divisiones inferiores. Paralelamente, el autodenominado Estado Islámico asesina
aquí y allá y nos inunda con vídeos de ejecuciones sumarias, sangrientos
degüellos, la estrategia de expandir la barbarie. Está claro que asimilar a los
musulmanes con los que dirigen el Estado Islámico no es presentable, y parece
más que coherente que se autorice a la colonia musulmana en Gran Canaria a
tener una mezquita amplia y suficiente. ¿Cuántos musulmanes pacíficos residen
en esta isla?, deberíamos preguntarnos. La respuesta nos daría una abultada
cifra. Por cierto, se estima que de los 80.000 musulmanes que oficialmente
existen en la región –en realidad son unos cuantos miles más– suponen una
nutrida mayoría los que viven en la provincia oriental, y entre ellos existe un
porcentaje dedicado a labores que ya los insulares prefieren no hacer, como es
el trabajo en el campo.
Se extiende el
vandalismo: en estos momentos hay gente con bombas incendiarias en la cabeza y
en las manos. La intolerancia no es fruto de un día, es una planta arraigada
que espera el mejor momento para levantar el vuelo y expansionarse en todas
direcciones. Vándalos son los miembros de las élites de por aquí, ancladas en
el provecho propio y la ruina del provecho común, élites políticas y económicas
oscurantistas, repletas de pícaros, arribistas y Pequeños Nicolases. El
liderazgo de élites empresariales innovadoras, valientes, con visión de futuro,
capaces de vislumbrar la convergencia de sus intereses con los de la nación,
favorecería la evolución hacia un sistema más justo. Por el contrario, las
clases dirigentes temerosas a perder privilegios, recelosas del resto de la
sociedad, muestran una fuerte deriva hacia el estancamiento, la injusticia, la
falta de oportunidades.
Vándalos son,
por supuesto, los que, con motivo de las tradiciones, siguen tirando una cabra
desde lo alto de la torre de una iglesia o los que matan a lanzazos el toro de
Tordesillas. Vándalos son los que practican la ignorancia y la extienden por
doquier. Somos un país bronco, de pocas sutilezas intelectuales.
Ni los unos ni los otros se libran de su
fanatismos, unos y otros le echan fuego a la confrontación. Ahora seguimos
jugando a las dos Españas, a la manipulación de la historia en los libros de
texto, a los independentismos de pacotilla aunque nadie quiere regresar a los
estigmas de la guerra civil, ni al pasado de odios insuperables, ni a las
actitudes de enfrentamiento visceral. Por si fuera poco, obsesionados por la
idea de la seguridad, vuelve a triunfar la idea de que el que viene de fuera es
el perturbador, el bárbaro, el que genera la violencia urbana. Y no nos damos
cuenta de que a menudo el auténtico bárbaro es el que siempre ha vivido entre
nosotros, el que vemos cruzar todos los días a nuestro lado, el que mantiene
actitudes de rechazo y censura encubierta a los demás, el que no sabe verse en
el espejo de sus contradicciones. Les recomiendo al respecto la lectura de una
novela de Coetzee, el surafricano Premio Nobel, titulada precisamente así:
“Esperando a los bárbaros”, y que habla de las injusticias del régimen racista
que hubo en su país hasta la llegada reciente de la democracia.
Tenemos mucho que aprender de
nosotros mismos para no caer en el vandalismo, entendido como el afán por
destruir lo armonioso de la naturaleza, el orden que la sociedad intenta darse
a sí misma a pesar de las contradicciones y las injusticias. Por cierto: los
vándalos fueron unos invasores famosos por su capacidad de destrucción en la
antigua Europa. En tiempos de decadencia del imperio se dedicaron a saquear con
saña la ciudad de Roma y fueron más famosos aún que Atila. Y para superar
actitudes de confrontación ciega, nada mejor que volver los ojos al espíritu de
la Ilustración francesa, la razón y la sensatez. Valores humanos que ha costado
mucho ir arraigando frente al pasado. La dignidad humana, el derecho a la
educación, el trabajo y la sanidad, la convivencia en paz y en libertad son preciados
dones que no comparte todavía una buena parte de los humanos que llenamos el
planeta. Y si no somos capaces de darnos otro sistema económico, proseguirá la
decadencia del Imperio.
Valioso aporte nos regalas, amigo. Gracias + Abrazo
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