Con frecuencia hablaba el gran escritor José Saramago de que, en estos tiempos convulsos, hay que luchar por la utopía. Un mensaje que va fuera de onda, puesto que todos los hemos vuelto más individualista siguiendo el modo de ser norteamericano. En mayo del 68, en aquel Mayo francés, ya se comprobó que la utopía fracasaba y lo único que se logró fue que el general De Gaulle se retirara y convocara elecciones. Y el sueño de una Europa fuerte y unida se fue al quinto pino con la salida de Gran Bretaña, ese Brexit que, según su biógrafo oficial, no quería la reina Isabel II, aunque hubo otros que armaron la de San Quintín para salirse con sus ideas. Y ahora algunos de aquellos instigadores dicen que están arrepentidos de la que se armó.
La utopía es un
sueño, un espejismo. Igual que la existencia de San Borondón, nuestro mito
preferido. O el paraíso terrenal que cuenta la Biblia y muchas otras sagradas
escrituras. La utopía es luchar por algo que no existe, pero hemos de
intentarlo. En realidad, el Edén tan solo existe en las verdades absolutas de
las distintas creencias, que ejercen un efecto sedante para los creyentes. Todas
han de prometer que después de esta vida iremos a morar en ese lugar prodigioso:
el cielo, el edén.
Ahora que celebramos
elecciones, después de tantos debates aquí y allá, comprobamos que los
políticos son encantadores de serpientes y cada uno trata de vendernos un
trocito de utopía, en forma de promesas grandilocuentes sobre vivienda,
sanidad, educación y –sobre todo– economía. Escuchas a uno y te parece que
tiene razón en sus análisis y sus propuestas, escuchas a otro y vuelves a tener
la sensación de que lo que dice es correcto, cada candidato aporta su media
verdad y simultáneamente nos presenta su pequeña mentira, porque sabe que lo que
va a prometer va a ser difícil de cumplir. Así lo ve mi mujer, Rosario
Valcárcel, y no puedo dejar de estar muy de acuerdo con su análisis.
Todos los
candidatos parecen creíbles, aunque unos más que otros, sin duda. Pero lo
cierto es que todos se han visto forzados en intentar convencernos de que a
partir de este domingo 28 vamos a vivir en un mundo mejor, al fin se hará
realidad la esperanza de que vivamos en una sociedad feliz, en la cual se da la
solidaridad en vez del individualismo, en la cual todos los servicios funcionan
a la perfección, en la cual el Estado de Bienestar se ha impuesto sobre la
pobreza, y las necesidades básicas están bien cubiertas. Claro que luego llega
la normalidad, y después de tanto esfuerzo comprobamos que las cosas siguen más
o menos igual: el paro, la falta de viviendas, la inflación, la pobreza en las
familias, la guerra de Ucrania, etcétera.
¿Quién dice la
verdad? Las encuestas engañan y son tan distintas las unas de las otras que
todas parecen sospechosas. Igual que la información que nos llega de la guerra
de Ucrania, tan contradictoria según qué fuente la emita.
Puestos a hacer
promesas, cada partido ha hecho lo posible y lo imposible por intentar
sorprender, incluso con iniciativas tan variopintas como regalar plantas. Unos
copian las ideas de otros, con lo cual al final todos se acaban pareciendo. Y
después de que los políticos hayan prometido tantas cosas, si tocan poder tendrán
una cierta pérdida de memoria y estarán de acuerdo en que no es lo mismo
predicar que dar trigo.
En la ciudadanía
hay una sensación de cansancio y descreimiento. Pero no hay que dejarse vencer
por la melancolía, puesto que el mañana siempre va a ser mejor que el hoy. Como
decía Pedro García Cabrera en tiempos más difíciles, la esperanza nos mantiene.
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