Tenía
grandes ideas pero andaba en crisis, llevaba meses sin pintar nada que valiese
la pena. Su expresionismo abstracto había entrado en una etapa algo tenebrosa.
Un largo y tenso periodo de sequía en su cerebro le llevó a investigar que a
veces las nubes sembradas con yoduro de plata conceden la lluvia. Por lo tanto,
necesitaba un revulsivo. Algo que hiciera renacer.
Consiguió los euros necesarios y se
apuntó en un viaje, uno de esos paquetes turísticos que en verano son
consumidos por millones.
Moverse era la solución. Ir de acá
para allá calma las neuras, otorga sensaciones nuevas. El globo terráqueo era, a fin de
cuentas, una pequeña bola en la que no paran de revolverse muchos saltamontes.
En su captura de maravillas
comenzaría por el Coliseo de Roma y el Partenón. Al llegar ante tan venerables
escenarios le decepcionó el deterioro de sus estructuras y la cantidad de
grúas, andamios y restauradores que en apariencia no son capaces de restaurar
gran cosa.
Italia y Grecia eran un montón de
ruinas, igual que su vida. Pero incluso tras las mayores
catástrofes, la naturaleza consigue recuperarse.
Por eso cuando conoció a la guía de
las excursiones opcionales sintió un nudo en la garganta.
-Hola a todos. Me llamo Eirini, en
español se diría Irene y significa paz.
Quedó anonadado: su musa cambiaba
con frecuencia de aspecto. Pero, mirándola fijamente, se dijo que tenía que ser
aquélla. Así que no lo pensó más, y se dirigió a ella con el tono más amable de
su voz.
-Me apunto al crucero por el Egeo
con la condición de que usted acepte ser mi invitada.
Estaba condenado a ver que a su lado
la belleza se esfumaba una y otra vez. Para aliviarse, se lanzó a filosofar
sobre el vertiginoso y cruel mundo que le había tocado vivir, en el que nada es
lo que aparenta ser. Le propuso contratarla para que fuese su modelo, pero se
convirtió en una Venus, le impresionó el sereno desafío de su rostro, la
sensualidad de su figura, los pliegues del manto que cubría su pubis. Pero,
claro, era una pena que tuviese los brazos amputados.
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