martes, 1 de mayo de 2012

Elogio del deseo, elogio de las pasiones


      Dicen los pensadores que el impulso del deseo constituye la base misma del arte y de la cultura, que toda creación nace como producto de la apetencia por algo trascendente: el deseo de inmortalidad, el de obtener la gloria celestial, el de capturar la belleza para exhibirla a los demás, el de obtener bienes y lisonjas terrenales, el de la fama, el de rendir a quien se ama. Bendito deseo que viene a ponernos en pie desde que nacemos y nos mantiene en vigilia durante la travesía de la vida, tan importante es su reclamo.
         Desde las más antiguas interpretaciones de nuestros padres los griegos se sabe que Eros fue considerado motor del mundo, un dios nacido del caos primigenio, y uno de los elementos fundamentales en la tensión orden/desorden de la Tierra. Seiscientos años antes de Cristo se convirtió en dios de la pasión, y entonces ya se le asoció con el inspirador de los poetas y de los artistas; era el más joven de los seres superiores, y le correspondía el delicado papel de actuar de mediador entre ellos y los hombres. Luego fue tomando forma de niño, a veces con alas angelicales, a veces sin ellas, que inflama los corazones con su antorcha o los hiere con sus certeras flechas. Ya se ve lo antiguo que es el arrebatador Cupido.
Pronto el deseo fue considerado fuerza tan benefactora que los hombres lo adoraron, y el arte comenzó a crecer como producto de la sublimación del mismo. Si se deseaba cazar una gacela, se dibujaba una gacela en la pared de la cueva; si se deseaba todo aquello que una mujer trae consigo –la fecundidad, el amor- se esculpía una de esas Venus paleolíticas de grandes formas curvas. El arte y la literatura del paganismo estuvieron impregnados de un abierto erotismo, aunque la religión cristiana pronto alzó el tabú y lo alargó hasta la edad media, tiñendo de perverso todo lo relacionado con las raíces del deseo, con lo cual –a pesar de la amenaza del infierno- en realidad lo hizo más apetecible. En esa época, en Oriente escribían el Kama-Sutra; asimismo se decoraban los templos indios con esculturas explícitamente representativas del acto sexual. En el Islam se popularizaban los relatos de las mil y una noches, y en cuanto se anunció el Renacimiento fue irremediable que acabaran llegando El Decamerón y otras piezas de literatura galante con gran éxito popular, ventanitas de libertad comparables a la bula de aquellos pocos días en que el deseo reinaba en las ciudades y los campos con la proclama del carnaval.
Hebert Marcuse, uno de los inspiradores de Mayo del 68, escribió Eros y Civilización para denunciar que la sociedad industrializada impone su carácter represivo frente al erotismo. Claro que el libro es del año 1955 y esto saltó por los aires hacia el final de la década de los 60, cuando vino la sociedad permisiva, en la que los admirados británicos juntaron su impulso liberador al de los escandinavos y los contradictorios norteamericanos que predican derechos humanos pero que mantenían su guerrita en Vietnam, tan puritanos y disimulados ellos por delante de la máscara que frena los placeres en aras de la decencia y las buenas costumbres, pero tan lanzadillos y osados en la trastienda.
Marcuse, un filósofo del grupo de Frankfurt junto con Adorno y Erich Fromm, tiene razón en lo fundamental: la sociedad misma no hubiera existido sin el estricto código represor del deseo, así como tampoco la economía, ni las guerras, ni mucho menos la pintura, ni la literatura, ni el cine. Un cabeza de familia con una sola mujer, un soldado para la guerra, un contribuyente para pagar los impuestos al césar, un agricultor para cultivar los campos y un padre para educar los hijos en el seno de una familia que teóricamente no ha de permitir transgresiones, ni la infidelidad ni el incesto: esto lo dictó como norma la disoluta Roma tan amante de los placeres, y se ha mantenido en pie más de veinte siglos. Pero qué poderoso es el deseo que, por negarlo, surge la civilización y se arraiga el progreso, y para confirmarlo viven las mujeres y los hombres, se aplican a urdir las trampas que amparen sus encuentros secretos, dictan las excepciones a sus códigos, se fabrican una moral más complaciente en la que el adulterio ya no figure en los códigos, y el sexo ya deja de ser el tabú de antaño para trocarse incluso en bandera de enganche con que los medios de comunicación tratan de incrementar audiencias. 
            Y ahora en nuestro mundo judeocristiano, con el rápido proceso que las sociedades han emprendido para alejarse de los poderes religiosos aunque no tanto de la vivencia religiosa, el deseo se manifiesta tan libre y abundante que tiende a trivializarse, y en cambio son los orientales y las gentes del mundo islámico –que antes lo enaltecieron- quienes incrementan las prohibiciones. El péndulo de los tiempos jamás se detiene, y el deseo sigue permaneciendo como el motor del mundo.
             En este tiempo de crisis y depresiones colectivas, habría que volver la vista atrás. A las fiestas del pueblo llano, a las celebraciones rituales en honor a los dioses paganos, a los banquetes no solo de los poderosos sino también de los indigentes, a las fiestas orgiásticas de Grecia y Roma, a los placeres elementales, al vino y al abrazo, al beso y a la comunión de los cuerpos y los espíritus. No es bueno que ni el hombre ni la mujer estén solos, ni que cada mañana se coman la tristeza con los vaticinios de la señora Merkel, ni de que sigan sometidos a los especuladores, a los ruines y malvados brokers de Wall Street, a los que nos malgobiernan, a los banqueros, a los millonarios, a los manipuladores de la economía y de nuestras vidas. Ya lo dijo el gran Bukowski, anarquista elemental: la esclavitud no ha muerto, la esclavitud la reinventan cada día los poderosos (Ilustraciones: El baño turco, de Ingres; El sueño, de Courbet)

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