jueves, 17 de mayo de 2012

Del Honoris Causa de Vargas Llosa al año triunfal de Pedro García Cabrera


Querido Jorge Mario Pedro Vargas Llosa: hemos podido estar Rosario Valcárcel y yo en tus hermosos actos de estos días. Oyéndote llego siempre a la misma conclusión, que la literatura es un hermoso destino. Aunque no lleguemos a tu nivel, cada escritor medianito, provinciano, de andar por casa, tiene que hacer su obra y reivindicarse en ella. Recuerdo el día en que Juancho y yo fuimos a comer en tu casa de Barcelona, recuerdo los paseos por la isla con el grupo de Inventarios, las entrevistas que te hice, recuerdo tu amabilidad. Y confirmo que en ti, y en Onetti, y en Carlos Fuentes, y en García Márquez, y en Carpentier, y en Borges, y en Bioy Casares, y en Sábato, y en Donoso, aprendí literatura de la grande. Y en ti me reafirmo en la novela como disciplina global. Las universidades canarias no conceden muchos Honoris Causa a escritores: Pérez Minik, por La Laguna; Pedro Lezcano por la ULPGC, y ahora tú. Enhorabuena.

Querido Pedro: tuve la suerte de tratarte junto con los supervivientes de Gaceta de Arte en aquel Santa Cruz de finales de los sesenta que conservaba sus tertulias literarias en el Sotomayor y en el bar Atlántico junto a la Avenida de Anaga. Con Ernesto Salcedo, director de El Día, con Enrique Lite, con Pedro González y con Antonio Vizcaya, el grupo Nuestro Arte. Florecían los poemas de Rafael Arozarena en el bar del parque, junto al jardín de flores.
Aquella era una ciudad con ambiente, no en vano estaban Domingo Pérez Minik y Eduardo Westerdhal, cajero de un banco, y su mujer Maud, con los recuerdos parisinos de Paul Eluard y Oscar Domínguez. La Tarde y El Día, aquellos periódicos literarios (en la redacción de La Tarde conocí a Emeterio Gutiérrez Albelo).
A consecuencia de los encarcelamientos y torturas no podías tener hijos, por eso te trajiste de Córdoba a tu sobrina Ana, que en verdad fue tu hija. Muchas tardes pasé en tu casa de la calle Santiago Cuadrado, siempre estaba Matilde tu mujer. Incluso tuve una relación con Ana.
Eras un modesto empleado de la Refinería, tu casa transmitía humildad. Y al final de tus años deseabas viajar a las islas griegas, quizá para despedirte de Homero, de Ulises, de todos los navegantes de ese mar mitológico.  
No alcanzaste el Premio Canarias, que no existía. Pero te concedieron el Día de las Letras. Y en este pueblo de no-lectores este año algunos ciudadanos habrán recibido algún texto tuyo en las “sueltas” de libros. Fuiste apesadumbrado pero con esperanza. Porque meter la mano en el agua era someterse al acoso de las islas, al enquistamiento y al recelo. Y, sin embargo, esperabas la amistad, la paz, la patria, la humanidad, la renovación. Más allá del silencio, aguardabas “que algún día sobre las olas aplaceradas y tormentosas, y como fruto de un extraño árbol marino con flores de azahar saladas, una redonda naranja pudiera aparecer.”  Pues, como bien anunciaste: "Un día habrá una isla / que no sea silencio amordazado / donde mi libertad dé sus rumores / a todos los que pisen sus orillas. Solo no estoy. Están conmigo siempre / horizontes y manos de esperanza, / aquellos que no cesan / de mirarse la cara en sus heridas, / aquellos que no pierden / el corazón y el rumbo en las tormentas, / los que lloran de rabia / y se tragan el tiempo en carne viva..."

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