No está mal la escenografía, pensé.
Aunque al final todo se desvanezca en
el horno, por más que la caída del féretro en la llamarada suponga un golpetazo
en el estómago, resulta tranquilizante conservar la última imagen de esa chica
recién maquillada. Fresca, juvenil, incluso diría que le han aplicado el efecto
labios mojados.
En la capilla un delicado celeste cubre
el techo; asomando aparecen ángeles, como si el paraíso prometido estuviese
justo sobre las cabezas de los asistentes.
Yo también hice llevar una corona.
Aquella tan especial, repleta de rosas blancas y amarillas. «Con
todo mi amor»,
decían las grandes letras doradas.
Sólo lamenté no haber entendido sus
mensajes.
─Te querré siempre ─afirmó
horas antes de su partida─. Pero lo nuestro no tiene
futuro.
─Sin ti no podré vivir ─se
lo dije tratando de suplicar.
Los problemas surgieron cuando encargué
la chica de silicona, esa de tamaño natural, la perfecta imitación. La que
tiene una piel de seda, melena pelirroja y toda ella es una caricia. El mejor
sexo que has practicado en tu vida, decía el anuncio. Nunca te dará una
negativa. Traída de California, pedida por internet.
Quise llevarla a pasear en el Mercedes,
a que le diera un poco el aire. Tras la gran bronca no pude más y la estrangulé
con todas mis fuerzas, una rabia salvaje me dictó tal perversidad.
Lo cierto es que, después de hacerlo,
me desahogué. Qué
importa si ahora lloro.
Maravilloso cuento, de esos que quedan en la memoria y la sonrisa petriificada en la boca con la clásica pregunta ¿por qué no se me habrá ocurrido antes?
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