Eduardo Sanguinetti, en La República, Montevideo
“Hay lucha de clases, de acuerdo, pero es mi clase, la de los ricos, quien la ha declarado y vamos ganando”, dice Warren Buffet en una sincera afirmación que irónicamente lo ha hecho célebre.
La ofensiva del capitalismo en las últimas cuatro décadas consistió en degradar y fragmentar los espacios ganados por los trabajadores, con el inocultable objetivo de abaratar el valor de su potencial de trabajo y generalizar la precarización laboral. Esa ofensiva ha sido denominada como Neoliberalismo.
Es preciso admitir, aunque sea con bronca, el triunfo del capitalismo en pleno dominio hegemónico del planeta. ¿Cabe alguna duda?
Solo 85 personas poseen los mismos ingresos que casi cuatro mil millones de habitantes pobres del mundo: un delirio, pero real. El capital destruyó la individualidad, degradó el paisaje del planeta y por decreto eliminó la historia de acontecimientos trascendentes que comunidades enteras, plenas de ideales, habían logrado hacer en nombre de la igualdad, la fraternidad y la libertad, hoy ausente, con democracias manipuladas y gobernantes convertidos en gerentes de esta minoría que dicta, hace y deshace en esta tierra.
El racismo travestido como clasismo rige en el mundo, pues mientras se han instalado como parte del lenguaje social y políticamente correcto, de orden pluricultural, la condena de la discriminación racial o de género, el vivir en una dictadura de clase es considerado muy normal.
No importa que las corporaciones multinacionales exploten a los pueblos y además sean culpabilizados por su calidad de pobres y por no llegar jamás a la cima de la pirámide, donde conviven las mafias de los “triunfadores” del cabaret en que se ha convertido este mundo.
Como prueba irrefutable, basta ver en los medios gráficos, electrónicos y de las redes de la web, cómo, de manera grosera, insultante y atrozmente vulgar, el clasismo se instala cual práctica criminal, apuntalando logros inexistentes de figuras degradadas de los denominados “ricos y famosos”, plenos de “glamour chatarra siglo XXI”, poniendo de relieve las astronómicas sumas de dinero ganado en negociados extraños y difusos, a los que llegan por sus contactos con el poder político, deportivo, cultural, sin nadie que lo denuncie o al menos lo considere como una apología del delito flagrante de escupir en la cara de los millones de carenciados que lo visualizan ante las pantallas, tomándolos como norte a alcanzar. O soy un imbécil o algo ocurrió que no alcanzo a visualizar ni experimentar, en mi dinámica de no adaptarme y organizarme para asimilarme a este tiempo y espacio.
Mi obsesión por la realidad y la ensoñación nostálgica de mejores tiempos, donde la porquería era porquería y los ángeles, ángeles, no me garantiza en absoluto mayor realismo.
Frente a estas leyes que no aceptan la diferencia y dan lugar al clasismo como norma de vida; frente a estas leyes no escritas ni promulgadas, el ensayo humano de un grupo de psicópatas que someten a una humanidad desorientada, con sus magros elementos para sobrevivir y permanecer en esta tierra, con leyes que actúan cual límite de comportamiento y acatamiento solo para pobres y hambreados, sin ninguna posibilidad de realizar una justa valoración del delito que se comete día a día con sus existencias en el límite de sus vidas.
Es preciso admitir, aunque sea con bronca, el triunfo del capitalismo en pleno dominio hegemónico del planeta. ¿Cabe alguna duda?
Solo 85 personas poseen los mismos ingresos que casi cuatro mil millones de habitantes pobres del mundo: un delirio, pero real. El capital destruyó la individualidad, degradó el paisaje del planeta y por decreto eliminó la historia de acontecimientos trascendentes que comunidades enteras, plenas de ideales, habían logrado hacer en nombre de la igualdad, la fraternidad y la libertad, hoy ausente, con democracias manipuladas y gobernantes convertidos en gerentes de esta minoría que dicta, hace y deshace en esta tierra.
El racismo travestido como clasismo rige en el mundo, pues mientras se han instalado como parte del lenguaje social y políticamente correcto, de orden pluricultural, la condena de la discriminación racial o de género, el vivir en una dictadura de clase es considerado muy normal.
No importa que las corporaciones multinacionales exploten a los pueblos y además sean culpabilizados por su calidad de pobres y por no llegar jamás a la cima de la pirámide, donde conviven las mafias de los “triunfadores” del cabaret en que se ha convertido este mundo.
Como prueba irrefutable, basta ver en los medios gráficos, electrónicos y de las redes de la web, cómo, de manera grosera, insultante y atrozmente vulgar, el clasismo se instala cual práctica criminal, apuntalando logros inexistentes de figuras degradadas de los denominados “ricos y famosos”, plenos de “glamour chatarra siglo XXI”, poniendo de relieve las astronómicas sumas de dinero ganado en negociados extraños y difusos, a los que llegan por sus contactos con el poder político, deportivo, cultural, sin nadie que lo denuncie o al menos lo considere como una apología del delito flagrante de escupir en la cara de los millones de carenciados que lo visualizan ante las pantallas, tomándolos como norte a alcanzar. O soy un imbécil o algo ocurrió que no alcanzo a visualizar ni experimentar, en mi dinámica de no adaptarme y organizarme para asimilarme a este tiempo y espacio.
Mi obsesión por la realidad y la ensoñación nostálgica de mejores tiempos, donde la porquería era porquería y los ángeles, ángeles, no me garantiza en absoluto mayor realismo.
Frente a estas leyes que no aceptan la diferencia y dan lugar al clasismo como norma de vida; frente a estas leyes no escritas ni promulgadas, el ensayo humano de un grupo de psicópatas que someten a una humanidad desorientada, con sus magros elementos para sobrevivir y permanecer en esta tierra, con leyes que actúan cual límite de comportamiento y acatamiento solo para pobres y hambreados, sin ninguna posibilidad de realizar una justa valoración del delito que se comete día a día con sus existencias en el límite de sus vidas.
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