martes, 7 de febrero de 2012

El Neptuno de Melenara



A Luis Arencibia


Desde el pequeño espigón contempló la figura, un foco de luz la iluminaba tenuemente. Sus ojos resultaban inquietantes: las cuencas vacías. Un espectro.
El dios de los mares estaba allí, con su tridente de bronce. Suspendido, semejaba una aparición. Bienhechor y atemorizante, fiero y manso a la vez.
La escultura parecía flotar en medio de las aguas. La noche de septiembre era clara y tranquila.
En cuanto fue instalada, el Atlántico no aceptó de buen grado la injerencia, le molestaba aquel cuerpo extraño. Por eso mandó temporales que abatieron al coloso, casi lo arrancaron de cuajo.
Ahora el señor de los mares tiene tales adeptos que –por nada de este mundo- tolerarían que el oscuro titán se les escapase mar adentro. Para ello han asegurado su base, le inyectaron hormigón, le procuraron anclajes. De este modo echó raíces, se alzó sobre el saliente de basalto, se quedó en el mar que descubrieron los griegos y los latinos.
Todas esas disquisiciones están bien, pero a mí lo que más me molesta es que se me peguen las lapas y que luego vengan los chiquillos tan afanados a arrancármelas.
(De “Los dioses palmeros”, Cajacanarias, La Caja Literaria)

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