jueves, 16 de febrero de 2012

El novelista Haruki Murakami es un Premio Nobel más que cantado, y si no será Nobel se tratará de uno de tantos errores de la Academia de Suecia. La prosa vertiginosa y fluida de este gran novelista (Kafka en la orill;, Al sur de la frontera, al oeste del Sol; Sputnik, mi amor, etc.) hace un retrato feroz de las contradicciones de Japón. Una juventud occidentalizada a toda prisa protagoniza Tokio blues. Norwegian Wood, en Tusquets, pero en ella la música de The Beatles no consigue acallar esa pérdida moral de un país que practicó con entusiasmo el belicismo y que padeció en propias carnes la devastación nuclear de Hiroshima y Nagasaki. En los grandes hombres de letras japoneses subyace la vieja tentación del suicidio (Mishima, Kawabata, Tanizaki). Estamos ante una literatura sombría, melancólica, angustiada, oscura, que camina paralela a Dostoievski, Faulkner, Scott Fitzgerald, la vieja tragedia humana que viene de Grecia. La depresión reina por las mejores páginas de los grandes autores japoneses, y con ello muestran el malestar de un país orgulloso, que ha padecido grandes tragedias en forma de guerras, maremotos, tsunamis gigantescos, y que sin embargo es una primera potencia mundial. Es tal el vigor narrativo de esta literatura, tal su capacidad poética, que nos deslumbra. A través de Yoshimoto y Yoko Ogawa podemos acceder a la propia literatura manga y, sin olvidar una mirada a la tradición milenaria de los haikús, llegamos a la conclusión de que el Japón literario es digno de admiración. Los conflictos humanos -el sexo, el amor, la muerte- en Murakami te atrapan sin piedad. Quizá esa cultura ritual del suicidio tenga una justificación alegre: los japoneses mayoritariamente creen en la reencarnación, siempre queda abierta una segunda oportunidad.

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