El deseo constituye la base
impulsora del arte y la cultura, toda creación humana nace como sublimación y
es producto de la apetencia por algo trascendente: el deseo de inmortalidad, del
paraíso celestial, de capturar la belleza, de obtener bienes materiales, de la
fama o el amor. El deseo nos mantiene en vigilia activa durante la travesía
vital. Desde los griegos Eros era el motor del mundo, el dios de la pasión.
Tomó forma de niño, a veces con alas de ángel, un Cupido que hiere con sus
certeras flechas. El deseo fue considerado tan benefactor que los hombres lo
adoraron y el arte creció como exaltación del mismo. Si se deseaba cazar, se
dibujaba la presa en la cueva; si se deseaban amor y fecundidad se esculpía una
de esas Venus de grandes curvas, entre nosotros el ídolo de Tara en Telde. El
arte y la literatura se impregnaron de erotismo pero la religión cristiana alzó
el tabú, tiñendo de perverso todo lo relacionado con el deseo. Pero la amenaza
del infierno y el estigma del pecado realmente lo hicieron más apetecible. En
Oriente escribían el Kama-Sutra, en el Islam se popularizaban los relatos de
las Mil y una noches, frente al poder de la Iglesia se divulgaron El Decamerón
y otras piezas galantes, ventanas de libertad comparables a la tolerancia
sexual del carnaval.
Marcuse fue uno de los
inspiradores de Mayo del 68. Filósofo del grupo de Frankfurt con Adorno y Erich
Fromm tiene razón en lo fundamental: la sociedad
misma no hubiera existido sin el estricto código represor del deseo, así como
tampoco la economía, ni la pintura, ni la literatura, ni el cine. Un cabeza de
familia con una sola mujer, un soldado para la guerra, un contribuyente para
pagar los impuestos al césar, un agricultor para cultivar los campos y un padre
para educar los hijos en el seno de una familia que teóricamente no ha de
permitir transgresiones, ni la infidelidad ni el incesto: esto lo dictó como
norma la disoluta Roma tan amante de los placeres, y se ha mantenido en pie veinte
siglos. Pero qué poderoso es el deseo que, por negarlo, surge la civilización y
se arraiga el progreso, mientras los humanos acarician sus fantasías, para lo
cual hipócritamente se fabrican una moral más tolerante.
Y ahora en nuestro mundo judeocristiano, con el rápido
proceso que las sociedades han emprendido para alejarse de los poderes
religiosos, aunque no tanto de la vivencia religiosa, el deseo se manifiesta
tan libre y abundante que tiende a trivializarse y el placer se convierte en objeto
de consumo inmediato. Claro que el hedonismo extremo es tan regresivo como la
violencia primaria de la tribu. Sádaba promueve pequeños placeres: una copa de
vino, un viaje, una cena con amigos, escuchar música. Puesto que la vida es
nuestro único patrimonio en este mundo, el vivirla de la manera más plena
posible debe prepararnos para asumir la muerte como parte de un proceso natural
e inevitable, el destino de todo lo creado.
(Periódico La Provincia, 30 de enero)
(Periódico La Provincia, 30 de enero)
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