viernes, 29 de noviembre de 2013

Cita de hotel


Él, Alberto, tiene 35 años, y ella, Iris, 34. Ambos jóvenes y guapos, habían aprobado unas sustanciosas oposiciones y se compraron un chalecito en las afueras. Les iba todo bien: buen trabajo, coches de gran cilindrada, gimnasio para conservarse en forma, incluso tuvieron un niño muy mono. El pequeño David es un primor. Mimoso, al ser el primer nieto los abuelos de ambas partes lo tienen consentido, aun así está para comérselo.

Claro que, a pesar de tantos parabienes, en la vida de los humanos nada es perfecto. Parece que siempre tienes una conciencia añorante de algo, y por ello es difícil considerarse saciado.

                La vida íntima de ambos era bastante buena, aunque ya se sabe que con el estrés, el exceso de trabajo y las malas noches que da el pequeño siempre surge alguna dificultad. La vida en las ciudades tiende a ser compulsiva, siempre andas corriendo de un lado para otro y al final del día es casi inevitable que te asome un poco de desencanto.

                Nadie es feliz del todo.

Algunas veces Iris no tiene ganas de hacer el amor. Alega múltiples cansancios, últimamente el despacho le resulta un espacio compulsivo, acaparador de sus energías. Alberto se viene quejando de la falta de impulso erótico de su mujer. Ella, que tanto adora el cuerpo, se muestra remisa a los combates nocturnos. Se excusa con el cansancio, dolores de cabeza, músculos tensos.

Otras Alberto llega tarde: reuniones de última hora, urgentes convocatorias que le marca su empresa cuando se presentan asuntos conflictivos. Los bancos andan algo remisos con los promotores, las vacas gordas se esfuman. Una de esas etapas-puente en las que el dinero aguarda mejores definiciones.

Iris se refugia en el ordenador. Se introduce en los chats más sugestivos, es increíble la cantidad de personas solas. O que necesitan un punto de excitación en su vida amorosa. A las treintañeras suele pasarles eso: de pronto se dan cuenta de que el tiempo se escapa, la vida es tan breve que sólo constituye un sorbo de historia, hay que aprovechar el tiempo, indagar en las experiencias más excitantes.

 Sus amigas hablan. Alguna incluso le ha confiado que su exploración de internet le ha dado resultados muy apetecibles, le han reverdecido su vida, han reintroducido el estímulo, hacen galopar el deseo. Tan sólo hay que tener discreción, procurar no herir a las otras personas.

─¿Sabes que me estoy enamorando? ─le dijo una mañana Miriam, una de sus íntimas.

─¿Qué me dices? ¡Le vas a hacer eso al pobre Javier!

─Ya. ¿Y tú qué sabes del pobre Javier, si ya le he pescado un montón de mensajitos en su móvil?

─Vaya. ¿Entonces piensas que te es infiel?

─Si te digo la verdad, hasta creo que me da igual.

─Ah ¿por qué dices eso? ¿No crees que está en peligro vuestra relación?

─Hay que vivir. Me gusta que me digan palabras bonitas con buen estilo, y me las están diciendo. Pero, si te digo la verdad, lo que me da miedo es el contacto real. El pasar de las palabras a los hechos, el meterme en una cama de hotel. No me importa tener sexo virtual, a fin de cuentas la webcam tampoco te compromete tanto. Pero otra cosa es verse en persona.

A Miriam le gusta la conquista, conocer gente. Cree que en la pantalla de su ordenador se muestra realmente como es. Claro que hay quienes no parecen sino actores de barrio, son unos comediantes consumados. Pero Iris tiene claro que Eric69 parece otra cosa. Es romántico, tierno, ingenioso. Sabe adular, necesita sentirlo con más frecuencia que antes. Ambos han pactado no encender la webcam ni enviarse fotos, prefieren adivinar sus perfiles mientras se descubren interiormente. Ella se siente desinhibida, chatear es como beber el mejor champán francés, muy frío y sabroso. Eric69 no es un donjuán, a veces lo encuentra desamparado, incluso triste. Le preocupa esa tendencia a la depresión, le cuenta que su pareja se ha vuelto insensible, egoísta. Incluso le anuncia que él ya desea a otras.

A Iris ─que en el chat se transforma en AdrianaLeve─ le da pena esa soledad que confiesa él. Le gustaría poder hacer algo para remediarla, pero por el momento no se atreve.

─No estoy preparada todavía ─le explica a su galán─. Ten paciencia, puede que todo llegue en su justo momento.

Así que se engolosina con la posibilidad de ver en persona a su chica. Ella es una mujer sensible y preparada, le gusta la ópera, ama la literatura, desglosa a la perfección las últimas películas que ha visto. Una mujer encantadora, y ojalá sepa poner la directa cuando llegue el momento del encuentro.

Eric69 empezaba a pasarlo mal. AdrianaLeve le tejía unas redes tan impenetrables que ya no podía sacudírselas. Debía reconocerlo: se consideraba atrapado. Se aplicaba al gimnasio con mayor intensidad, pero no lograba quitársela de encima.

─Me estoy obsesionando ─se decía, como si intentara convencerse de que debía expulsarla de su mente.

Porque ella en absoluto era leve, sino profunda, generosa, amplia. Una mujer preparada para los retos de hoy, alguien que sabe estar a la altura de las circunstancias. Tenía, eso sí, un deseo sin cumplir: ser madre. Necesitaba un hombre capaz de darle un hijo vivaracho, inteligente, capaz de luchar.

Este deseo lo excitaba vivamente. Pensaba: esta mujer tan valiosa no tiene la pareja adecuada. ¿Por qué no puede engendrar un hijo conmigo? La hipótesis le generaba pánico, un terror inmenso. Pero también constituía una excitación mucho más completa que la de hacer el amor en una cama de hotel.

─Sin ti las emociones de hoy no serían más que la piel muerta de las emociones pasadas.

Le dedicó esta frase de una de sus películas preferidas, Amélie. Cómo le había gustado Le fabuleux destin d’Amélie Poulin. Esa chica que vive de fantasías, y que con su aspecto de niña pequeña nos recuerda la infancia, las ilusiones, de las que nunca deberíamos desprendernos. Le parecía un hallazgo. Incluso le mandó una segunda frase, de un filósofo llamado Hipólito: Sin ti, las emociones de hoy son la mugre de ayer.

Había llegado a la conclusión más peligrosa para su integridad futura. Pero tenía que ponerle rostro a aquella presencia, escuchar su voz, aunque seguía negándose, argüía cien inconvenientes, hablaba del miedo a engancharse definitivamente a un desconocido. Él trataba de hacerle razonar que después de dos meses de profundas conversaciones en absoluto eran unos desconocidos. Se habían contado todo tipo de experiencias con sus respectivas parejas, él conocía casi todo lo de Mario, ella sabía mucho de Patri. Difícil continuar así, deseándose y ocultándose. Porque eso sí habría de ser un sufrimiento innecesario. No estaba dispuesto a pasar por eso, había llegado a un punto de máxima excitación.

Le estaba poniendo fecha al encuentro. El mejor hotel, la suite más distinguida para una tarde inolvidable. No la retendría en exceso, no harían sospechar a nadie. De 6 a 8, dos horas que no llamaban la atención y en cambio podrían resultar prodigiosas. Algo para recordar el resto de tus días.

Ella alegaba problemas. Falsos problemas, en realidad. Siempre se puede cambiar la agenda argumentando imprevistos. Y por otro lado el encuentro sucedería en unas horas que todavía forman parte de la jornada laboral.

─Dime que sí, anda. Dime que sí.

Era su ruego en los últimos días. Un deseo que le creaba una tensión nerviosa y le estaba dificultando el descanso. Pero estaban tan bonitos los atardeceres en la playa… Era una pena no aprovechar aquellos días de octubre. Con un poco de suerte, se vería el Teide encaramado al fondo: el padre protector les enviaría buenas vibraciones.

─Dime que sí.

Insistía, estaba segura de que iba a ocurrir lo inevitable. Ojalá no se arrepintiera. Pero es que aquel hombre era un aguijón en sus sentidos. Tenía una potencia tan desmesurada que no podía dejar de pensar en él ni un solo instante.

─Entonces, este jueves.

─Deja que me lo piense.

─No lo permitiré, tienes que decidirte ya. Cariño: no me tortures más de esta forma, voy a morirme.

Se lo pedía de cien maneras, se lo estaba suplicando con todas sus mejores intenciones. No deseaba otra cosa que verla aparecer radiante y triunfal. Adornaría el espacio como ella se merece: con ramos de flores, con el mejor licor del mundo. Cuanto pudiera desear estaría allí, a su alcance.

─No te vas a arrepentir, mi amor.

Era cada vez más atrevido. Pero hablaba de pasión con un toque de delicadeza, justo como a ella le gustaba. En absoluto estaba dispuesta a encontrarse con un hombre torpe y mezquino. Todo lo contrario: ella era una mujer evolucionada, y él tenía que rayar a la misma altura.

Cada noche ella disfrutaba mejores vibraciones, chateaba sin parar. Había conocido a otra mucha gente, pero ninguna tan interesante como Eric69. Lo peor de él es que tenía unos horarios bastante rígidos, y justo cuando se disponían a lo mejor argumentaba mucha prisa y cortaba de golpe la comunicación. Vaya: tendría que aclararle ciertas cosas en cuanto lo viese en persona. Por otra parte, su marido llegaba cada vez más tarde de sus reuniones y sus citas de trabajo. Es curioso: en su rostro creía ver también señales de alegría. Hacía tiempo que casi ni practicaban el amor, apenas dos o tres veces al mes, y lo más extraño es que no protestaba. Ya no exigía el cumplimiento de lo que había denominado el débito conyugal. Venía tranquilo, fresco, sereno. De tan buen humor que casi a diario preparaba él la cena, y a fe que sus facultades de cocinero estaban mejorando de día en día.

─No te vas a arrepentir.

La tenía conquistada, ya no podía negarse ni un minuto más.

Aquella misma tarde lo había decidido.

─Está bien, nos veremos mañana. Espero que no olvides que soy una mujer casada, que seas delicado y valores el encuentro.

─¿Crees que sería capaz de hacerte daño?

Necesitó tomarse una pastilla para dormir, pero aun así apenas descansó. El amanecer la pilló sudorosa y cansada. Para colmo su marido no había querido apercibirse del llanto de David, así que tuvo que levantarse para el biberón de las siete.

El tercer jueves de octubre en Las Canteras fue un día especial. Con ligera calima, pero el mar parecía un espejo de transparencias verdes. Marea baja, desde La Barra se alzaba una piscina iridiscente.

En el trabajo estuvo aturdida, no daba pie con bola. Incluso equivocó unos cuantos archivos, menos mal que Belén estaba al quite tan eficaz como siempre. Apenas almorzó, no tenía hambre. Su estómago no admitía ni siquiera un poco de lechuga.

¿Cómo habría de vestirse para causar el mejor efecto posible?

Tuvo que aplicarse muy a fondo para resolver tales dudas. Pero a la hora en punto, a las 18:03, pulsó el ascensor que la llevaría a la mejor suite del hotel. Llamó suavemente con los nudillos. Y, tal como habían pactado, él se acercó con muchísima ansiedad por sentir su calor. Sigiloso y tenso por la emoción, ni siquiera tuvo tiempo de mirar a la cara a la recién llegada sino que la estrechó contra su pecho.

Fue casi instantáneo que se diera cuenta de que aquel perfume le resultaba conocido, igual que aquel corte de pelo, aquellos ojos claros, aquellos labios sensuales, aquel divino rostro.

─¡Tú! ─se dijeron simultáneamente.

1 comentario:

  1. Me encanta este relato. me gusta su final... sorprendenteeeee.

    blog-rosariovalcarcel.blogspot.com

    ResponderEliminar