viernes, 7 de octubre de 2016

Habana Vieja (cuento)


Un bofetón de aire caliente y húmedo le dio la bienvenida en cuanto puso pie en la escalerilla, después largas colas para los controles. Todo con esa calma del trópico.

–Tengo unas chiquitas lindas –le dijo un hombre con un uniforme de maletero, que le mostraba un álbum repleto de fotos.

–Gracias –respondió sin apenas mirarlo, solo requería un baño de agua fría y un largo sueño.

Resultado de imagen de habana fotos mujeres–No importa, compañero. Yo te las guardo para mañana temprano. ¿A qué hotel tú vas?

Al Habana Libre, lo cual significaba treinta dólares. Sin ganas de discutir precios, tampoco quería escuchar al hombrecillo que en una larga retahíla le anunciaba buena ganancia si canjeaba moneda americana por pesos, y que se empeñaba en mostrarle más fotos.

–Esta es Marlén, quince. Y esta es Yanel, tengo por seguro que no ha cumplido los diecisiete. Ahí donde las ve, compañero, hacen teatro y son modelos.

Además del calor y del pesado olor del mar, notó que era su meta porque había un trío interpretando Guantanamera una y otra vez, con un ritmo dulzón y pegajoso de guitarras, maracas y voces. Luego, ya en la habitación, descubrió que el aire acondicionado no funcionaba y se asomó a la terraza para contemplar las cuadrículas de luz desvaída, una gasa sobre las calles y los parques. Las ascensoristas parecían colegialas de uniforme impecable, sonreían coquetuelas con sus dientes blanquísimos.

Olfateó el salitre y le entró el capricho de pasear por el Malecón, por las piedras sagradas de los desfiles y de los pasos del carnaval, en la avenida por donde entraron los guerrilleros cuando la victoria. De entre las sombras salieron dos chicos para agasajarlo con un trato de ron de Santiago, el verdadero Matusalén. No lo podía despreciar, y también le ofrecieron buen cambio para sus dólares. Se pasaban la botella con parsimonia para tomar sorbos largos. Un coche policial se acercó para comprobar los acontecimientos, entre el cansancio del avión y el desorden horario apenas disimulaba la flojera.

En la habitación extrajo la almohada de su equipaje, no toleraba las de los hoteles, no salía de casa sin ella. Luego soñó con el país que pronto conocería con su flamante esposa: Italia, en especial la plaza donde el papa da sus bendiciones. De la cúpula de San Pedro derrapaban milicianos verdeoliva bailando el son y de las esquinas brotaban jineteras bien ceñidas. Horas después bajó al bufé y saboreó los frutos tropicales antes de que le sirvieran puerco frito, por fortuna no vio al taxista, por desgracia el Floridita de Hemingway andaba en reformas, y la Plaza de la Revolución semejaba un enorme mausoleo, el enorme retrato del Che santificado. Menos mal que no veía Marlenes ni Yaneles: la guía le mostraba la pureza del sistema en el Parque Lenin, los logros de sanidad y enseñanza, la pujanza de los barrios  que levantaban las microbrigadas, los cementerios y el monumento del Maine, con su nueva explicación patriótica, fueron los yanquis quienes lo volaron.

A su chica le había mandado un buen capital para ir resolviendo las cosas. Yotuel, que confesaba 29, se quejaba de lo costoso de los trámites para el visado. Su nombre era gracioso: yo, tú, él. La vería al día siguiente, según lo pactado, así que tenía tiempo para conocer un poco la parte histórica, todos dicen que La Habana antigua es sensacional, tantos palacios. Por la noche, en La Bodeguita del Medio pidió un mojito y frijoles negros, tasajo y yuca. Más tarde caminó por la plaza de la Catedral y empezó a amar aquel lugar de belleza ajada, paladeó sus mil columnas y sus fachadas desconchadas, la gallardía de sus bulevares, los tinglados del puerto, los bares de turistas y los espectáculos. Todo le recordaba a su abuelo, el que se quedó por aquí. Su guía no le había podido confirmar si conocía a gente apellidada Castaño. Quién sabe cuántos primos podría tener diseminados por los bohíos. Pero el abuelo nunca mandó cartas, difícil sería saberlo.

Se limitó a llenar su estómago de cócteles con buen ron y hielo granizado, coloreado por jugos de fruta. Degustaba los brebajes de los filibusteros, como si hubiese caído en una trampa. Para conciliar el sueño luego quiso leer un rato. ¿Pero qué está sucediendo en su vida? ¿Cómo anda de salud? ¿Cómo van sus finanzas? ¿Y sus amores? ¿Cuántas veces al mes practica sexo? Piense en su niñez, pero no golpee a su padre ni arañe la figura de su madre. Se sobresaltó, la revista de Iberia no podía ser un manual de autoayuda. Más le interesaba la excursión a Trinidad y sobre todo a Varadero, aunque no sabía nadar tenía mucho interés en conocer playa tan célebre. Pero qué sería de nosotros sin el tropel de consejeros dispuestos a fabricarnos una mente positiva. Igual que si despreciara a los asesores de su banco, tan interesados en recomendarle fondos de muchísima rentabilidad.

Tendría que descansar, Yotuel lo esperaba lúcido y certero. Abrió el frasco de pastillas y se tomó dos, imprescindible dar buena imagen por la mañana, pues al fin la conocería. En las fotos que le había mandado era linda, con su carita tostada de mulata, sus ojos vivarachos, sus grandes caderas. Le entusiasmaba su voz sensual a través del teléfono, su apariencia juvenil y su sonrisa, y él trataba de corresponder ofreciéndole las glorias del mundo: sus huertas eran las mejores de la comarca, y qué decir de sus ovejas y sus cerdos. Se acostumbraría al frío, su casa tenía buena calefacción. En cuanto a lo demás, ya se iría amoldando. También en las cartas se lo había explicado: en su pueblo era bueno el personal, pero había poca diversión. Se acostumbraría y él no iba a ser demasiado exigente tras la boda, pues a los sesenta y cinco uno tiene más necesidad de cariño, menos necesidad del cuerpo.

A las once y media ya estaba plantado en el lobby del hotel, con sus mejores galas. En realidad la cita era para las doce del mediodía, pero debía estar preparado con antelación, siempre tuvo fama de organizado y puntual. Claro que nunca se olvidaría de los retrasos de aquel día, en el bar lo vieron ingerir ron Matusalén, invitó a copas a los que tocaban las músicas melosas, canturreó Guantanamera una y cien veces, bebió y bebió hasta caer desmayado, porque Yotuel no apareció y él lamentó los muchos euros que le había enviado para poder traerla a su pueblo de Teruel.

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