viernes, 28 de octubre de 2016

Cita a ciegas (cuento de otoño)

Me lo estaba pensando desde hacía tiempo, a veces le doy muchas vueltas a las cosas. Mis amigas estaban ya molestas porque en definitiva no me decidía a decir sí, pero también me resistía a decir definitivamente no. Mira que me lo había advertido mi amiga Alisson: que a veces es un juego peligroso, pueden surgir enojosos imprevistos. Pero también es un rito excitante, muy útil para animar el tedioso noviembre de niebla helada, los días encapotados, la falta de luz que a más de cuatro les trae la depresión de otoño. En los días grises en que viene el frío qué bueno es imaginar una playa con sol en una isla del sur y un amante dispuesto a tratarte como una reina, a satisfacer todos tus caprichos, a fabricarte ilusiones, a devolverte a la vida. Con todo incluido, para dejar muy lejos esta desangelada ciudad de Londres, con su clima tan horroroso. Lo mejor es pensar en muchos mojitos, y caipiriñas, y gin tonics deliciosos, el alcohol tan barato.
Resultado de imagen de cita a ciegas fotos grandes–Un juego seductor –me insistía Alisson–. Que puede recuperarte las neuronas.–Bah, le contesté. Dejémoslo en un juego.
-Sí, pero eres la única que todavía no ha probado.
–Porque no me convence.
–Los cobardes nunca escribieron la historia.
–Anda ya.
Yo tenía entonces veinticinco años, y a pesar de mi madurez para algunas cuestiones era todavía una perfecta novata. Más aun: era una chica desconfiada que, igual que mi gato, huía del agua fría. Quiero decir que no estaba demasiado dispuesta a experimentar situaciones que podrían violentar mi sensibilidad. Los hombres me parecían animales interesantes, pero hasta cierto punto, mis hermanas habían pagado muy caras sus relaciones erróneas. Ellos siempre van a lo suyo, por ese egoísmo innato, por esa constante búsqueda de su placer, piensan que estamos a disposición en cualquier momento. No estaba dispuesta a caer en situaciones poco halagüeñas. Eso es lo que yo hablaba con Alisson.
—Lo que pasa es que te mueres de ganas. Pero quieres negártelo, porque no eres sino una pequeña reprimida.
–¿Reprimida yo? No me digas.
–Reprimida, sí. Y también puritana.
–No me digas.
–Sí te digo.
Era persistente, volvía una y otra vez a su argumentario. Yo la veía capaz de llevarme de mano al patíbulo, hasta podría darme la mano en el momento trascendental. Con tal de que yo siguiera adelante, haría cualquier cosa. Y venga a repetir sus viejos consejos. A fin de cuentas, se trata solo de verle el careto a un tío, charlar un rato, a ellos se les caza al vuelo si solo pretenden ser groseros. Ante todo hay que bservar con atención y mandarse a mudar si la cosa no tiene buena pinta. No me digas que no es emocionante, con un punto de excitación perversa. Y eso fue lo que emprendí, mis amigas tenían experiencia pero yo me resistía, no fui de las lanzadas. Las otras me iban contando aventuras y desventuras, las primeras impresiones, las mentirillas que se suelen decir, las cenas y las copas con los tíos que habían sido un petardazo, la experiencia con los que se habían portado como señores. Yo iré a lo rápido, dije. Si después de un par de horas no sabes lo que puedes esperar, eres tonta. Pero una nunca acaba de aprender.
Y así me pasó con Marius, ingeniero de sistemas y todo eso, con un cochazo de espanto y muchas ínfulas. Un tipo que se cree irresistible con todas, afortunadas de las que pueden tener una relación con él. Con sus 37 años, su buena ropa de marca, sus zapatos de lujo, su reloj de oro, su divorcio a cuestas, la abultada pensión a su ex y sus dos hijos más que problemáticos. No te voy a engañar, dijo de entrada, estamos aquí para disfrutar una buena experiencia, ya verás que guardarás un buen recuerdo de este día, te lo prometo. Yo estaba tranquila pues así parecía que iba a suceder. Cuando me llevó a su apartamento en Kensington, me quedé impresionada por el gran ramo de flores con el que me recibió. Pero antes habían venido los aperitivos y después la cena, en un sitio tan exclusivo del centro, uno con estrella Michelín, preciosa decoración y muchas exquisiteces. Yo estaba bien, habíamos encontrado ciertas afinidades, la charla era fluida y parecía un tipo agradable.
Ellos suelen verse a sí mismos como atletas sexuales, y eso es lo que me tenía preparado: un par de películas porno para entrar en calor. A lo cual, por supuesto, no estaba dispuesta.
–No necesito esos estimulantes –le dije–. Me aburren mucho.
–De acuerdo, disculpa.
–No estoy para ver películas con poco argumento. Lo que sí quiero es más champán. Eso sí.
–De acuerdo, pequeña.
–No me llames pequeña.
–¿Eres siempre tan susceptible?
–Depende.
Y parloteo más bien cursilón sobre el deseo y la posibilidad de confraternizar para más adelante establecer una relación. A lo que, por supuesto, no iba a comprometerme sin tener las debidas garantías.
–¿Más champán? –preguntó, casi anhelante, cuando abría la segunda botella.
–Eso sí.
–Sobre todo, no te cortes. Debes tener confianza en mí.
A pesar de su exhibición como un pavo real, en la cama tan solo fue normalito, mucho despliegue pero más bien decepcionante. Debe ser porque me vio muy segura de mí misma. Eso lo desarmó.
Lo peor sucedió a la mañana siguiente, era domingo y tenía jaqueca. Me tocaba almorzar con mi hermana mayor, siempre dispuesta a echarme alguna reprimenda, últimamente no me apetecía escucharla porque sus crisis matrimoniales eran de lo más aburrido y a mí no me pagan por ser su terapeuta. A eso de las diez ya había recogido el apartamento cuando recibí un guasap con un texto inadmisible. ¡Pues el cabroncete me decía que la cena le había costado 152 libras, las flores 42, los aperitivos 31, el champán francés 35 más! Total, 260. Así que me enviaba su cuenta corriente para que le ingresara las 130 esterlinas que le adeudaba, y de este modo quedáramos en paz de ahora para siempre. La verdad es que ni me lo puedo creer. “No estoy para perder tiempo y dinero a la vez”, me decía el muy capullo.
¿Este tipo actúa de la misma manera con todas las que va conociendo? Maldito seas. Siéntate y tómate un Martini con arsénico, ya puedes esperar. Y si te pones pesado, te denuncio. ¿Por qué será que los tíos siempre acaban cagándolo?

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