domingo, 20 de abril de 2014

García Márquez y otros grandes maestros

En una entrevista que le hice hace una eternidad, Miguel Delibes señaló que un escritor cualquiera es hijo de cien padres, esos padres son autores de los cientos o miles de libros que ha devorado y ha sido capaz de asimilar a lo largo de su vida. Gabriel García Márquez, a quien conocí en Barcelona cuando la Ciudad Condal era un lugar abierto y cosmopolita y por allí pululaban los autores del boom, era un hombre cordial, consciente de su enorme talento. “Todos nacemos con los polvos contados”, fue la primera frase que soltó, categórica y brutal, cuando nos sentamos y que reprodujo mucho después en un artículo en El País. En mi entrevista, que se publicó en La Provincia, y en extracto en la revista Triunfo, dijo que los canarios son parecidos a los colombianos, pues ambos son gente del sur, cálida y aficionada al ron. Nunca estuvo en Canarias pero sí sabía que hemos sido un pueblo emigrante y cercano a su Colombia natal. ¿Qué decir de esa obra maestra, Cien años de soledad, y de buena parte de sus cuentos y novelas sino que son piezas indestructibles por la belleza de su lenguaje y la potencia de sus historias?

A través de su oficio fue capaz Gabo de enaltecer la profesión del periodismo y de emocionar a muchos con sus historias muchas veces nacidas de su propia experiencia de reportero o de pueblerino nacido en Aracataca, el Caribe caliente donde cantan vallenatos. Ha dicho la crítica que Cien años es lo mejor en lengua española después del Quijote, y seguramente los expertos tienen razón. Ese es un libro absolutamente único, tal es su capacidad de seducción. Pero cualquier escritor es hijo de mil padres, por eso resulta imposible definir cuál es el libro que más te ha influenciado a lo largo de tu experiencia con las letras. La relación sería interminable: Albert Camus, Kafka y Samuel Beckett, por citar tan solo a algunos de los maestros europeos; el enorme Shakespeare con su teatro; el cubano Alejo Carpentier con su brillantez formal; el uruguayo Onetti con su angustia existencial; el mexicano Carlos Fuentes con su prosa acerada; los argentinos Sábato y Borges, maestros a los que nunca les dieron el Nobel pero que sobrevivirán más allá que muchos galardonados por los suecos; el juguetón Cortázar de Rayuela y el peruano Vargas Llosa tan admirable en La casa verde; los norteamericanos de prosa eléctrica y caliente: Hemingway, Scott Fitzgerald, Faulkner, Dos Passos, Steinbeck…

Creo que no es exagerado señalar que los miembros de la generación de los 70 pudimos asimilar, a través de los grandes novelistas latinoamericanos de aquella época, lo mejor de la tradición literaria universal, desde los griegos a Las mil y una noches y las grandes sagas universales. Y, entre todos esos maestros, citaré a un canario olvidado pese a que fue el mejor novelista del movimiento surrealista español: Agustín Espinosa, con su perseguida novela Crimen, que fue quemada en la dictadura, y su portentoso Lancelot. ¿Qué decir de la poesía esencial y metafísica de Pedro García Cabrera, otro maestro que me dejó su huella cuando apenas era yo un veinteañero? Hoy en día, en estos años de whatsapeo y mensajes efímeros, pese a que cada dos por tres se da por muerta la novela y toda la literatura, hay enormes maestros de talla mundial como el surafricano Coetzee, el israelí Amos Oz, el norteamericano Philip Roth o el japonés Murakami. Gente que ha conseguido algo tan difícil como lo que logró García Márquez: conseguir ventas millonarias de sus libros pese a ofrecer literatura de calidad, no literatura comercial del tres al cuatro, literatura profunda, no literatura de mero entretenimiento.

Llevo 45 años escribiendo libros y escribiendo en los periódicos, y reconozco que pocas obras me han deslumbrado tanto como Cien años de soledad, la novela de las novelas, dotada de una perfección formal y de una belleza que hipnotizan a tantos lectores. El escritor, mago y embaucador, consigue que en sus páginas vivan llí estaban la miseria y la grandeza de todo un continente, allí la capacidad de invención, el realismo mágico, lo real maravilloso, el lenguaje desbordante, los ejércitos de mariposas amarillas y los infinitos devaneos de los Buendía en ese Macondo que refleja las miserias y las esperanzas de una América Latina siempre irredenta. Allí se incorporaban Juan Rulfo, Cervantes, Dostoievski, Flaubert, Víctor Hugo, Dickens, Galdós y todos los demás. Los cien padres de cada escritor que citaba Miguel Delibes.

Ahora que conmemoramos el 23 de abril, Día del Libro, justo es reconocer que en medio de una sociedad que cultiva las vanidades rápidas y efímeras, en un colectivo aparentemente vacío de valores, existen todavía los libros y sobrevive una literatura verdadera, con calidad y ansias de permanencia más allá de ser un producto de entretenimiento. Y esa gran literatura permanecerá mientras existan lectores capaces de soñar otros mundos más allá de las cuatro paredes de su puesto de trabajo o de su casa, pues nos enriquece la vida, nos ofrece la posibilidad de sumergirnos en otros mundos, los fabulosos territorios de la reflexión y la imaginación, del pensamiento que se rebela frente a tantas deslealtades, a tantas corrupciones, a tantas mentiras. Y justo es concluir que un genio como Gabriel García Márquez se eleva en el Olimpo de los inmortales porque su obra es la de un creador total que supo hurgar en su tiempo. Podríamos decir que, ahora que ha pasado a la otra vida, San Gabriel García Márquez es un escritor inimitable que descansa en paz en el paraíso de los elegidos.
 
(Ilustraciones: Gabriel García Márquez, Vargas Llosa, Alejo Carpentier, "Crimen", de Agustín Espinosa, y Albert Camus)

1 comentario:

  1. Cuando muere alguien dedicado a las letras, de talla internacional, como este caso, o cuando murió Panero, como ejemplo cercano hace apenas unas semanas,son muchos los que se suben al carro escribiendo demasiado en cualquier página del mundo. Pero, amigo Luis, tus palabras a Gabriel García Marquez, saben a maestría, admiración sincera y respeto; han calado profundamente.

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