Pedro Schlueter
El Día del Libro, como cualquier otra celebración, tiene su historia. Es por ello por lo que no está de más que conozcamos algunos detalles de ella. Yo la aprendí en los cursos de librero que se celebraban en la Biblioteca Nacional de Madrid en la ya lejana década de los sesenta del siglo pasado. Desgraciadamente, aquel tipo de enseñanza tuvo muy corta vida. Y digo, por desgracia, ya que, sin ella, el terreno se hizo más propicio a cometer errores como el que pude observar en unos grandes almacenes madrileños, en donde el título de los Entremeses de Cervantes se encontraba entre los libros de cocina.
He aquí un poco de esa historia del libro: don Vicente Clavel, valenciano, periodista y fundador de la editorial Cervantes de Barcelona, fue el padre de la idea de celebrar la Fiesta del Libro una vez al año. El proyecto contó desde un primer momento con una gran acogida, consiguiendo que muy pronto fuese estudiado por el organismo oficial competente – el Comité Oficial del Libro. Redactado finalmente el decreto, éste fue sometido al rey Alfonso XIII con fecha 6 de febrero de 1926.
La primera celebración de la Fiesta del Libro tuvo lugar el 26 de octubre de 1926, fecha del nacimiento de don Miguel de Cervantes Saavedra. Sólo transcurrieron tres años, para que la onomástica del libro pasara a ocupar su fecha actual. Se eligió el 23 de abril, día del fallecimiento del autor de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, por considerarse mejor desde un punto de vista económico. Evidentemente, el mes de abril era más apropiado que el de octubre, ya que en este último solían adquirirse los libros de texto para los diversos tipos de enseñanza.
La legislación de la Fiesta del Libro de 1926 ordenaba que en todos los centros estudiantiles se dedicara una hora de ese día a la lectura de alguna obra de Cervantes y, de paso, se aprovechase para ensalzar la hispanidad, amén de otros valores. De esta forma, en los cuarteles se empleaba una hora del día 23 de abril en esos mismos menesteres. Como dato curioso, se estableció que los ayuntamientos adquiriesen ejemplares para incrementar los fondos de las bibliotecas o para crear otras nuevas. Es más: la compra de esos ejemplares debería ser equivalente al 1% de los ingresos de los ayuntamientos, autorizándose a los libreros a poner sus puestos en la acera delante de donde se hallaba el domicilio de la librería, o, en su defecto, en la calle más cercana con posibilidad de montar la exposición. Y todo ello, con total exención de arbitrios municipales.
Tras la Guerra Civil Española, una de las disposiciones que primero entró en vigor fue la de la celebración de la Fiesta del Libro. En este nuevo decreto se recogía por primera vez la convocatoria de premios literarios.
En 1968, con la lección bien aprendida en los cursos de librero de la Biblioteca Nacional – los estudios ocupaban dos años –, intenté poner un tablón sobre un par de burras en la calle Triana, con la sana intención de vender ejemplares de la recién fundada Librería Larra. Hoy guardo de aquella experiencia la larga conversación mantenida con un guardia urbano que me decía que ¡no podía hacer aquello sin contar con el correspondiente permiso!, mientras yo le repetía una y otra vez ¡que él no era quién para prohibírmelo!, argumentando para ello las dos disposiciones de 1926 y 1938, que debían sonarle a chino.
La conversación fue un auténtico diálogo de besugos. Después de una larga hora pude instalar al fin el primer “chiringuito” de la Librería Larra en la calle Mayor de Triana, y lo cierto fue que, más que vender, pasé gran parte de la mañana de mi primer 23 de abril explicando a la gente que aquel puesto no tenía otro objeto que celebrar la Fiesta del Libro, y que, si se atrevían a comprar algún título – algo normal en otras ciudades – estaba contemplado un 10% de descuento sobre su precio.
Para mí fue la primera de las batallas que llevé a cabo por el libro en esta ciudad. Porque hubo muchas más y, por si fuera poco, dignas de ser contadas, pero que, como dijo Cervantes al comienzo de las aventuras de Don Quijote y Sancho Panza, esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración de él no se salga un punto de la verdad.
(Enviado desde el Museo Domingo Rivero, Las Palmas de Gran Canaria)
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