Ahora
que termina la temporada, cuando unos se sienten ganadores y otros perdedores, podríamos
reflexionar acerca del valor del fútbol como deporte de masas, espléndido negocio
para algunos, turbio tejemaneje para otros, opio para grandes públicos, una
verdadera religión que incluso produce muertos. Las tertulias deportivas
nocturnas en la TV acumulan insultos como si fueran vulgar telebasura, y suele
olvidarse que este es un juego, producto del azar en el que el resultado se
define por flashes de fortuna, errores arbitrales, el balón que da en un poste.
El fútbol forma parte de un mundo hiperconectado, en el que los satélites
permiten saltar sobre los océanos y los continentes. Ahora los equipos canarios
miran hacia la Primera División, nuestra Unión Deportiva, a menudo incapaz de
ganar a los equipos que juegan con corazón, y el C. D. Tenerife, que está
pareciendo más consistente. El próximo mundial, para el que apenas quedan
semanas, será de nuevo un acontecimiento planetario, enorme negocio
publicitario, algarabía de las televisiones. ¿Es el fútbol un instrumento de
poder, el nirvana que hace olvidar el paro y las dificultades económicas en
países como el nuestro, Brasil y Argentina, donde actúa como una anestesia
social?
Parece
claro que en todas las épocas y en todos los lugares, los humanos han
necesitado pan y circo no solo como forma de escape sino también como elemento
aglutinante. En Japón se entretienen con esos combates de sumo, en los que
hombres que parecen dinosaurios se empujan con sus enormes barrigas y sus
glúteos hasta conseguir la victoria. En Grecia las olimpiadas, cada cuatro
años, eran una especie de tregua en la que se detenían las peleas de las
distintas ciudades. En Roma los gladiadores pagaban con su propia vida los
desafíos de sangre y arena. En países americanos, el béisbol –que puede parecer
tan estático– despierta fervores. Pero, en realidad, el deporte-rey que
despierta más pasiones sigue siendo el que inventaron los británicos hace siglo
y medio, el dueño de las grandes competiciones, el que genera millones en forma
de contratos, pagos a intermediarios, encumbramiento de estrellas con unos
sueldos astronómicos, etcétera.
El
fútbol es mucho más que un deporte, incluso apenas es ya un deporte. Los padres
de los niños de medio mundo sueñan con que su hijo sea un Cristiano Ronaldo o
un Messi, y con frecuencia estropean a sus criaturas, sometiéndolas a una presión
tan descomunal. El fútbol genera muchos puestos de trabajo: jugadores,
técnicos, médicos, representantes, periodistas, abogados, directivos,
empresarios. Ser de un equipo o ser de otro genera un sentimiento de
identificación tribal, y una rivalidad casi enfermiza entre seguidores de uno u
otro once. El fútbol, pues, viene a sustituir a la guerra y en este sentido no
cabe duda que es preferible ver un Alemania-Inglaterra sobre el césped con los
respectivos onces escuchando los himnos nacionales como si fueran soldados ante
la batalla que recordar los horrores de las dos guerras mundiales. Incluso el
lenguaje del fútbol tiene reminiscencias militares: el balón es un proyectil
que recorre el campo enemigo y se dispara como un obús sobre la portería rival.
Que
el fútbol es un gigantesco producto de márketing lo atestiguan las cantidades
que se mueven gracias a él. El fútbol genera euforia o depresión según hayan
ido los resultados del fin de semana, y es tan fugaz esa alegría o esa tristeza
que todo puede cambiar en el siguiente fin de semana. Hay gente que se suicida
si pierde su equipo, y en los campos de fútbol los servicios médicos tienen que
atender más de un infarto. Gente pusilánime, ciudadanos cumplidores, van los
domingos al fútbol y descargan su adrenalina insultando al árbitro o a los
jugadores rivales, de este modo un partido de fútbol puede ser tanto una
terapia liberadora como una ofuscación que deja raíces en los días siguientes.
Los psicólogos saben que este deporte es hoy en día mucho más que un simple
juego en el que intervienen los fuera de juego dudosos, los errores arbitrales,
la desgracia o la fortuna de un portero parando un penalti. El hecho de que el
fútbol sea un juego más bien lento, poblado de centrocampistas y de
triquiñuelas que se resuelven en un rápido contraataque, en un destello de
aciertos, un juego que siempre proporciona pocos goles, incrementa el suspense,
el temblor de los aficionados, en síntesis: magia y misterio.
El
fútbol es también una maquinaria de integración que usa sabiamente el poder, y
que sirve al interés de unos pocos. Felicidad y tristeza de las tardes de
domingo, sentimientos que pueden llegar a la violencia cuando esos sentimientos
son manipulados y se pasa a la agresividad tan frecuente en terrenos de juego
de Centro y Suramérica o Inglaterra, las barras bravas y los hooligans, bajo la
influencia de la agitación de los medios de comunicación y del alcohol. En una
sociedad pseudodemocrática en la que el ciudadano de a pie no interviene en las
grandes decisiones, refugiarse bajo la bandera de su equipo preferido supone
participar en una religión que eleva a la categoría de semidioses a los ídolos.
En este deporte tan mercantilizado de nuestros días, las empresas, los bancos y
las bolsas ven en el fútbol un nuevo producto de mercado, el interés económico
está muy por encima de la filosofía del deporte como juego limpio y de los
valores éticos que se le suponen.
Ahora
que estamos pendientes de los posibles éxitos de los equipos canarios y de la
participación española en el próximo Mundial, convendría rescatar los valores
del deporte en los tiempos en que los jugadores no eran figuras de adoración de
las masas ni anunciantes de coches, ropa interior, zapatillas deportivas,
colonias y productos bancarios. Cuando está bien jugado, el fútbol puede resultar hermoso pero además del buen juego habría que rescatar otros valores del
pasado.
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