lunes, 19 de mayo de 2014

La luz de Carmen Laforet en la Playa de La Laja

Por Juan Ferrera Gil
          
El artículo que Carmen Laforet publicara en el periódico ABC en mayo de 1972, titulado Playa de La Laja, es el asunto de este comentario. Ese breve e interesantísimo trabajo, donde recuerda su niñez, es un rayo de luz vital que con el paso del tiempo aún nos sigue alumbrando. Quiero que decir que su lectura, cuando lo descubrimos hace algún tiempo, no solo se ha convertido en un texto para que mis alumnos lo valoren y lo interpreten, sino que es un referente de la infancia que sirve para otras infancias.
           En él la autora habla de la desaparición de la Playa de La Laja y precisamente esa ausencia se convierte en real al aprovecharla Laforet para contarnos cómo fue “la playa de mi infancia” y la sorprendente luz del lugar. Ella, que nació en el mediodía de un seis de septiembre de 1921, habla de tonalidades, colores, emociones y percepciones, incluso con “el sol blanco”. Tal vez todo ello tenga relación con que algunos  personajes de sus novelas sean pintores: perfectos conocedores de la luz y, cómo no, de las sombras. Por eso, al evocar unos momentos infantiles, los colores no solo describen un ambiente, sino que tienen relación directa con la personalidad más íntima de la escritora. Al describir la casa de la playa nos dice que era “un cubo de cal, con puertas y ventanas azul añil”. Y ya tenemos un principio. El blanco, síntesis de todos los colores, nos infunde tranquilidad y sosiego, como para recuperar la salud, por ejemplo, y la casa adquiere el ritmo de la marea, el tono pausado de una existencia que se mueve al ritmo cadencioso de las olas. El azul está claro: el mar y el cielo. Es decir: vida, juegos, algarabía, voces infantiles que con el tiempo desaparecen de los hogares y todo se vuelve más serio. De la terraza de la casita nos habla Carmen Laforet del “violeta intenso del cielo al atardecer” y de “las primeras luces de los trasatlánticos en el horizonte”. Esta última cita no es más que una referencia del empuje económico y cultural que la isla, y la capital, sobre todo, conociera en los años veinte del siglo pasado. Empuje centrado en el Puerto de la Luz y en el entorno de Triana-Vegueta. Parece un guiño a los poetas atlánticos.
              Pero entre tantas luces Carmen Laforet menciona “el fantasma joven de mi madre, de algunas sirvientas y de mi padre”. Es decir, la presencia de los mayores le da pie para hablar, primero, de las noches, y, después, de los días soleados. Las noches sin luna las evoca como noches sin juego, donde la luz de la pipa de su padre en la terraza “es un ascua intermitente y rojiza”. Por el contrario, las noches “con sol blanco” eran tan intensas como los días, donde los juegos infantiles colmaban toda la existencia de la chiquillería. Lo más probable, queremos imaginar, es que los mayores disfrutaran también de aquella algarabía nocturna, inocente, viva, llena de fuerza y de intensidad. Si Carmen Laforet nos recuerda lo que sintió en aquel tiempo, seguramente sus padres también percibieron los bellos momentos de la edad de la inocencia, donde cada descubrimiento suponía entrar en una nueva dimensión.
           Con el sol “los niños desaparecen como evaporados por la luz”. Y llegados a este punto la escritora nos habla del mundo submarino escondido en los charcos dejados por la marea baja, llenos de misterio y de colores, y de los nuevos juguetes surgidos de la misma naturaleza. Así las cañas secas y los trozos de corcho podían ser camiones o bicicletas para sus hermanos. Y las piedras, muñecas llenas de vida y de “peso”: el peso mismo de la existencia. Por eso Carmen Laforet se pregunta si su vida no hubiese sido distinta sin haber sentido ese “peso de las muñecas”. Los nuevos juguetes “naturales” desplazaron totalmente a los arrinconados de la ciudad. La imaginación, otro divino tesoro que cambia con el devenir del tiempo, adquiere su máximo esplendor en esa edad tan viva y nueva cada día, y llega a los confines mismos del misterio infantil.
       Y no es baladí que la última frase del artículo sea esta: “todo lo que aprendí en esa playa, que ya no es verdad, me parece lo más importante y lo más verdadero que he aprendido en mi vida”. Quizás todo ello tenga que ver con lo que después pondría en práctica con sus propios hijos: les infundiría vivir al sol, al aire libre: un escenario fundamental para el ser humano.
          Cuando alguien o algo desaparece, solo lo es en el plano físico, porque en la memoria, y en los recuerdos, se agranda y siempre sigue presente. Es el artículo de Carmen Laforet el estado perfecto de la infancia donde lo que importa son los juegos y, después, los juegos otra vez. Y tienen ellos el sabor del tiempo ido, del lugar exacto y preciso donde la felicidad camina al ritmo de las dulces olas veraniegas. Y la casita blanca no es más que un guiño a la espuma del mar Atlántico en la negra arena. Ya dijimos antes que en toda luz hay sombras. Tal vez la arena misma representa el suelo firme que nos centra en la verdadera realidad. Quizás las noches sin luna, con la tenebrosa arena, sean las sombras “del fantasma joven de mi madre”, que ya en aquellos años comenzaba a estar delicada de salud. Seguramente esa arena también venga a significar el triste olvido de los últimos años de la autora. Y, por supuesto, las piedras-muñecas, oscuras y alisadas por el  agua salada, con sabor a mar y a amor infantil, sirven de contraste con la blanca casa de cal y con la luminosidad del día. Todo el conjunto resulta vivo donde la felicidad ha encontrado un lugar paradisíaco con variadas tonalidades.
         Claro que no puedo dejar de nombrar el último verso de Machado:
Estos días azules y este sol de la infancia
         Ambos escritores, en tiempos y lugares distintos, hablan de lo mismo. Y a Machado también le acompañaba el fantasma de su madre, mayor, que creía que regresaba a Sevilla cuando, en realidad, ya habían abandonado España. “Días azules y sol de la infancia” es lo que encierra el artículo periodístico de Carmen Laforet.
         Tal vez la Playa de La Laja sea la síntesis de una existencia completa.  Debemos nosotros, ahora, esperar al sol del verano, a las casas blancas y azules en las grises arenas de cualquier playa de Gran Canaria y sentir el tiempo bajo los pies arenosos y mojados. Entonces sentiremos que Carmen Laforet no se ha ido del todo. Vive en nosotros porque la hemos leído y continuamos leyendo. Y porque las imágenes que de ella conocemos, archivadas como ahora se hacen las cosas, es decir, en el ordenador, se nos aparecen de forma recurrente. Y sucede que un día te tropiezas con uno de sus textos y ya quedas atrapado en la negra arena de la Playa de La Laja, que es la de la vida. Por eso, cuando regreso del sur, siempre lo hago por ese lugar, como si un ritual fuera, tan distinto al que conoció Carmen Laforet: Nada queda de lo que ella nos cuenta.
         ¿O sí?
         Hoy  La Laja es una playa oscura y fría en los días grises, y solitaria y apartada. En los días soleados y alegres se ve a los bañistas paseando por su arena. Hoy el bullicio de los años infantiles de Carmen Laforet resuena en el eterno vaivén de las olas atlánticas, donde una lejana plataforma petrolífera sustituye a los viejos trasatlánticos. Tiempos modernos dicen que son. ¿De verdad lo creen ustedes? Solo la escultura del Tritón, imponente y llena de sugerencias, nos avisa de que allí hubo una vez un tiempo distinto y un sentimiento interior que Carmen Laforet ha conseguido trascender. Quizás una vez al año, una sencilla ofrenda floral en la playa sirva para recordarla, y no solo a ella, sino a los habitantes que en su momento hubo. Al fin y al cabo, no es tan malo recordar los tiempos idos. Y a las personas. Ya se sabe, la intrahistoria.
         Lo que sí resulta más que evidente, y que no hace falta repetir, es que Carmen Laforet amó mucho a su isla. Y a la capital también.
        
         La felicidad, como siempre, descansa en la mirada del recuerdo.
 
(Publicado en la web del Museo Domingo Rivero) 

 

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