Del celo cosmopolita de Coriolano González Montañez, poeta, traductor y animador cultural tinerfeño, nos viene el conocimiento del rumano Eugen Dorcescu (poeta, prosista, ensayista y traductor, nacido en 1942). Nos dice "Eugen Dorcescu es un hombre espiritual y sus versos, consecuentemente, también lo son. La melancolía, la asunción de la pérdida aunque no la resignación, la contemplación de lo inevitable, pero a la vez el arrojo de la rebeldía que se resiste a la desesperanza, se clavan en los versos y en el lector, que no puede sustraerse al descarnado paisaje del alma que contempla. Solo aquel que ha descendido a las cavernas del infierno, solo aquel que ha ahondado en el conocimiento del mismo, puede crear y dar vida a una literatura que no se queda en la superficie. Los versos muestran el saber de aquel que habla desde el yo auténtico. Por eso impactan. Nadie puede sustraerse al dolor de la pérdida de un ser amado -de la madre- que, desde lo individual se universaliza.
Pero el verso de Dorcescu no solo se sustenta en el fondo sino también en la forma. Liberada de ropajes, con una lengua sin apenas connotaciones, apenas adjetivada, nos ofrece una poesía pura, humilde. (...) La cosmogonía de la infancia, de la formación como persona y como escritor, son sus fuertes pilares. (...) Este libro indaga en el conocimiento del ser, en la búsqueda de la razón de la existencia, en la aceptación, pero no en la resignación..." El libro ha aparecido en versión bilingüe en Editura Mirton, de Timisoara, Rumanía.
Una mañana, como
cualquier otra, a
las siete,la prima Maruta me
telefoneó y me dijo
que había velado a
la madre la noche
entera.
Y que, a las cinco,
ni un minuto más tarde,
ni un minuto más temprano,
la madre se despertó, durante
una migaja de tiempo,
y comenzó a llamarme.
Me invocó, con voz amplia,
por el nombre.
Me invocó, desde el umbral, desde
la cumbre aquella,
entre mundo y
mundo.
Después recayó
en su muda agonía
y nos abandonó sin recibir
respuesta alguna.
Yo no oí el grito
aquel.
¡Ay de mí!
En Achenpromenade,
hacia el sur,
hacia Bad Bruck,
me parece
que el río lleva
aromas de tomillo,
de menta, de
nogal.
Le estoy agradecido
de que me recuerde,
con su murmullo húmedo,
cristalino,
los momentos vividos quizás ayer,
quizás antes.
Le estoy agradecido
de que me teja
en los rayos del sol
la estatura menuda
de la madre
que viene por el sendero.
Que viene, como en otro tiempo, hacia
el Claro, (*) que viene
inesperadamente,
que no me diga
nada,
excepto esto:
que vive.
(Claro: topónimo de la mitología personal del poeta, se refiere a un paisaje edénico, ubicado muy cerca de la casa natal y ahora destruido)
En la luz aquella,
en la sala aquella,
entre las sombras aquellas,
la madre sonreía.
Y su indecisa
y enigmática sonrisa
habría podido señalar
lo que vislumbra
muy cerca, a
solamente algunos pasos
-pero ¡qué pasos!-
El paraíso.
Todas las cosas viejas
se habían quedado atrás:
ataúd, velas, cielo y
tierra,
personas y
casas...
Nosotros, los abandonados, le
resultábamos, mientras, tan extraños, tan
pequeños, tan extraviados, tan
inverosímiles,
que nos
había olvidado.
El día en que se iba a poner
a la madre en la tumba,
cuando era necesario que la duración
se fracturase, definitivamente,
en el vergel, las mujeres pulcras y diligentes,
apenas pronunciando palabra,
preparaban platos aromáticos,
elegidos con cuidado para la mesa santificada (*).
Me asomé desde el final de la escalera
y miré, casualmente, hacia
aquellas mujeres.
Y vi entonces
a mi esposa, a mi
ángel,
trabajando también ella,
laboriosa, callada,
entre ellas,
junto a ellas.
Cuadro fijo vibrante,
momento de brillo.
Su noble, hermoso perfil,
recortado en una pantalla
de hojas doradas y
de sol...
Como en el puerto, cuando un velero
soltó amarras y partió,
y los de tierra apenas ven de él, lejos, en
el horizonte,
por los catalejos de lágrimas,
el mástil y la vela.
El misterio entero
de una semejante falla metafísica
se había concentrado en el perfil aquel.
(Mesa santificada. La mesa, la comida ritual y ceremonial, que la familia del difunto ofrece a los creyentes, como limosna, después del entierro ortodoxo. Una mesa presidida por el cura)
El patio de antaño está
lleno
de gente extraña.
Conozco a todos los
presentes, algunos
hasta son parientes míos.
Me preguntan,
respondo,
pero mi corazón no los
oye.
Permanecemos sobre el banco soleado
yo y cualquiera de ellos,
sin embargo él no tiene
ni perfil, ni
color.
Le miro, le sonrío,
me mira,
pero mi corazón
ni siquiera lo
vislumbra.
Acaricio la coronilla
de los más menudos,
estrecho la mano
de los padres,
bebo, junto a ellos,
en la mesa,
bajo el cerezo,
igual que en otros tiempos,
el café hirviente.
Pero el tacto de mi
corazón
de todas esas múltiples
sensaciones
no siente nada.
Se halla como en un sueño.
Es solo una pesadilla, un
sombrío vértigo. Es
el semidelirio
de un mal de altura.
En el patio de antaño
no hay nadie.
Una poesía sensible que se complace en los recuerdos, en la infancia, en la juventud.
ResponderEliminarGracias por compartirla.
blog-rosariovalcarcel.blogspot.com
Una gran poesía y una buena traducción made in Teneriffa. La portada tiene la peculiaridad de ser un cuadro de mi gran amigo Fernando Sabido.
ResponderEliminarGracias por compartir. Y feliz año de nuevo
.Antonio.