miércoles, 1 de agosto de 2012

Del más allá y del más acá


En las cenas con amigos siempre tenía que aprovechar algún tema banal de conversación. Debía poner especial cuidado, porque ya dicen los ingleses que de religión y de política nunca se ha de hablar en la mesa. Por eso, procuraba no herir susceptibilidades.
            Pero solía suceder que alguien sacaba el tema de la otra vida y las experiencias paranormales. Esa noche éramos once personas a la mesa, de las que tan sólo conocía a una: Eduardo, el dueño de la casa.
            -Trabajo en el Conservatorio, que como ustedes saben está construido sobre el cementerio del convento franciscano y suceden cosas extrañas –dijo Emilio-.
            -Tengo entendido que en el siglo XVI eran enterrados allí los genoveses que vivían en la ciudad –añadió Eduardo, muy puesto en temas de historia.
            -Creo que sí. Fue un convento importante, sus cultivos pioneros y sus acequias desde lo que fue el río Guiniguada. Pues bien: de noche, cuando nos quedamos ensayando partituras percibimos algo anómalo. Le ha sucedido también a algunos compañeros, ven presencias inauditas. Incluso se abren solas puertas blindadas que no puede mover una simple corriente de aire.
            -¿Hay guardián en el edificio? –preguntó Belén.
            -Hasta el guardián ha tenido ganas de salir pitando.
            Emilio lo fue explicando con mayor detalle. Dijo que alguien desordenaba las partituras, confundía a los otros músicos. Debía ser un espíritu juguetón, concluyó.
            -A mí estos temas me dan miedo –interrumpió Yanely, una dependienta de grandes almacenes.
            -Yo no creo en eso –advirtió Noelia, directora de una sucursal bancaria.
            Intentaron cambiar de tema. Pero Bety tenía curiosidad, una mujer desenfadada y sin prejuicios.
            -En realidad, hay muchas cosas que no conocemos. Incluso dicen que nuestro cerebro no trabaja al cien por cien. Desde la separación vivo con una perrita y a veces me doy cuenta de que se queda parada, atenta a algo que sólo ella ve. Ladra sin motivo, luego se asusta y viene para que yo la proteja.
            -Pues si me lo permiten, añadiré que una noche tres compañeros y yo decidimos hacer algunas experiencias –Emilio volvía a la carga-. Por ver si en realidad hay algo en el edificio. No nos atrevimos a grabar sonidos pero sí nos pusimos a hacer fotografías.
            -¿Y qué sucedió? –Timoty, ATS de un hospital, era de los más curiosos.
            -¿Se cerró sola alguna puerta? –Bety se iba enganchando, casi sin querer.
            -No sólo eso, sino que por el techo de una sala se percibían con toda claridad pisadas.
            -¿No sería el viento?                                         
            -Era una planta baja. No podía ser el viento, porque la secuencia de sonidos sería intermitente y en cambio lo que percibíamos tenía una cadencia regular.
            -¿Y en las fotos se apreciaba algo? –preguntó Norberto, un funcionario público.
            -En la mayoría no aparece nada digno de mención. Pero en cuatro o cinco sí vimos algo raro, un conjunto de bolitas pequeñas, transparentes. Y en una pared parecía dibujarse un rostro.
            -¿No serían los efectos del revelado?
            -No podía tratarse de eso, tomamos precauciones y contrastamos las fotos con expertos –Emilio estaba seguro de sus palabras.
            -No sigan, por favor. O si no esta noche no dormiré –dijo Yanely.
            Entonces pasamos al comedor. Abrimos un par de botellas de tinto de muy buen paladar, degustamos las distintas variedades de tortilla, los langostinos y los ibéricos. Bety había traído delicias de salmón que desaparecieron enseguida. La ensalada tenía de todo, incluso nueces, dátiles, trocitos de manzana y queso Roquefort. Era ya muy tarde, y dos parejas se retiraron alegando que tenían en casa una chica para cuidarles los niños.
            Al rato me quedé solo con el anfitrión: Eduardo, un excelente delineante. Charlamos, se me hacía tarde y me despedí. “Me voy a Tafira”, le dije. “Mañana tengo que madrugar para el aeropuerto.”
            Al bajar en el ascensor alguien rozó mi espalda. Con unos dedos suaves, dulces, tiernos.
            No grité.
            -Tengo miedo, no me dejes solo –masculló.
            -Está bien –le dije-. Subamos.
            Cuando pronuncié esa frase debió quedarse tan sorprendido como yo mismo.

            (Del libro de relatos Los dioses palmeros, Cajacanarias)

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