En las cenas
con amigos siempre tenía que aprovechar algún tema banal de conversación. Debía
poner especial cuidado, porque ya dicen los ingleses que de religión y de
política nunca se ha de hablar en la mesa. Por eso, procuraba no herir
susceptibilidades.
Pero solía suceder que alguien
sacaba el tema de la otra vida y las experiencias paranormales. Esa noche
éramos once personas a la mesa, de las que tan sólo conocía a una: Eduardo, el
dueño de la casa.
-Trabajo en el Conservatorio, que
como ustedes saben está construido sobre el cementerio del convento franciscano
y suceden cosas extrañas –dijo Emilio-.
-Tengo entendido que en el siglo XVI
eran enterrados allí los genoveses que vivían en la ciudad –añadió Eduardo, muy
puesto en temas de historia.
-Creo que sí. Fue un convento
importante, sus cultivos pioneros y sus acequias desde lo que fue el río
Guiniguada. Pues bien: de noche, cuando nos quedamos ensayando partituras
percibimos algo anómalo. Le ha sucedido también a algunos compañeros, ven
presencias inauditas. Incluso se abren solas puertas blindadas que no puede
mover una simple corriente de aire.
-¿Hay guardián en el edificio?
–preguntó Belén.
-Hasta el guardián ha tenido ganas
de salir pitando.
Emilio lo fue explicando con mayor
detalle. Dijo que alguien desordenaba las partituras, confundía a los otros
músicos. Debía ser un espíritu juguetón, concluyó.
-A mí estos temas me dan miedo
–interrumpió Yanely, una dependienta de grandes almacenes.
-Yo no creo en eso –advirtió Noelia,
directora de una sucursal bancaria.
Intentaron cambiar de tema. Pero
Bety tenía curiosidad, una mujer desenfadada y sin prejuicios.
-En realidad, hay muchas cosas que
no conocemos. Incluso dicen que nuestro cerebro no trabaja al cien por cien.
Desde la separación vivo con una perrita y a veces me doy cuenta de que se
queda parada, atenta a algo que sólo ella ve. Ladra sin motivo, luego se asusta
y viene para que yo la proteja.
-Pues si me lo permiten, añadiré que
una noche tres compañeros y yo decidimos hacer algunas experiencias –Emilio
volvía a la carga-. Por ver si en realidad hay algo en el edificio. No nos
atrevimos a grabar sonidos pero sí nos pusimos a hacer fotografías.
-¿Y qué sucedió? –Timoty, ATS de un
hospital, era de los más curiosos.
-¿Se cerró sola alguna puerta? –Bety
se iba enganchando, casi sin querer.
-No sólo eso, sino que por el techo
de una sala se percibían con toda claridad pisadas.
-¿No sería el viento?
-Era una planta baja. No podía ser
el viento, porque la secuencia de sonidos sería intermitente y en cambio lo que
percibíamos tenía una cadencia regular.
-¿Y en las fotos se apreciaba algo?
–preguntó Norberto, un funcionario público.
-En la mayoría no aparece nada digno
de mención. Pero en cuatro o cinco sí vimos algo raro, un conjunto de bolitas
pequeñas, transparentes. Y en una pared parecía dibujarse un rostro.
-¿No serían los efectos del
revelado?
-No podía tratarse de eso, tomamos
precauciones y contrastamos las fotos con expertos –Emilio estaba seguro de sus
palabras.
-No sigan, por favor. O si no esta
noche no dormiré –dijo Yanely.
Entonces pasamos al comedor. Abrimos
un par de botellas de tinto de muy buen paladar, degustamos las distintas
variedades de tortilla, los langostinos y los ibéricos. Bety había traído
delicias de salmón que desaparecieron enseguida. La ensalada tenía de todo,
incluso nueces, dátiles, trocitos de manzana y queso Roquefort. Era ya muy
tarde, y dos parejas se retiraron alegando que tenían en casa una chica para
cuidarles los niños.
Al rato me quedé solo con el
anfitrión: Eduardo, un excelente delineante. Charlamos, se me hacía tarde y me
despedí. “Me voy a Tafira”, le dije. “Mañana tengo que madrugar para el
aeropuerto.”
Al bajar en el ascensor alguien rozó
mi espalda. Con unos dedos suaves, dulces, tiernos.
No grité.
-Tengo miedo, no me dejes solo
–masculló.
-Está bien –le dije-. Subamos.
Cuando
pronuncié esa frase debió quedarse tan sorprendido como yo mismo.
(Del
libro de relatos Los dioses palmeros,
Cajacanarias)
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