viernes, 16 de marzo de 2012

Sexo en vivo


Aquel día Borja se acordó de las diosas del destino, ellas controlan y manejan la existencia de los humanos. Su vida había dado un vuelco radical; sobre todo le gustaban las noches de invierno, llenas de actividades, en las que el dinero corría como en Las Vegas. El casino y las salas de fiestas a tope, las discotecas repletas. Las niñas más bonitas del mundo participaban en la elección de la Super Sexy, atrevida, joven y guapa como tú. Los más excitantes espectáculos con gente de los cinco continentes, y el whisky más barato que en Escocia. Las pieles bronceadas y los licores de marca.
           -Ladies and gentlemen! Mes dames et messieurs!
Con su dominio de los idiomas y el verbo fácil, consiguió el puesto de animador en  la mejor sala del sur.
         -¡Ahora, de París, la elegante y encantadora Julie!
         Luces y arpegios de Vangelis; los mirones de la primera fila se acomodan y enseñan los Rolex de oro macizo, fuera imitaciones. Julie va desvelando su cuerpo con la sabiduría de quien conoce todas las esquinas de Pigalle.
         Aclamación total cuando cae el último trozo de tela.
         Y viene Silvia, una rubia falsa con ritmos de Brasil. Plumachos y gasas salen despedidos, y ¡zas! exhibe el triángulo negrísimo y bien rasurado en los bordes. Como la chica de Ipanema, igual.
         -¡Directamente de Seúl, con toda la magia de Extremo Oriente acude a nosotros la simpar Jenny!
         Nombre anglo, pero es del País de la Mañana Tranquila. Al verla, Borja siente escalofríos. Los ojos rasgados, los pómulos maquillados con esencias de arroz. Va desprendiéndose de su quimono al compás de la música, su ropa interior se deshoja en el suelo y florece su Gran Tránsito.
         Y ahora, tachín tachán, un redoble de tambor para anunciar la presencia de ¡Mister Gerard!
         Cuando asoma en el escenario las damas contraen la mirada, como si les diera un sofocón. Qué menos si es un legionario de buenas cachas, coleta para recogerse el pelo y tatuajes en lugares estratégicos. Nada más llegar le lanza un beso de tornillo a su compañera.
         -¡Aquí los tenemos! ¡Ella, toda delicadeza y él vigor de Finlandia! ¡Nuestra pareja más inspirada, dispuestos ambos a triunfar en toda regla su exuberancia!
         Calla el locutor, abre un paréntesis para que los focos iluminen bien las cuidadas anatomías.
         -¡Sin duda Mister Gerard nos refrescará el ánimo con su aroma de hielos! ¡Pero puedo asegurarles, estimado público, que también viene dispuesto a abrasarnos con el fuego de su pasión!
         La música tenía imán y nos zambulló en aquellas baladas de los setenta, para que los señores clientes aspiren el aire de sus adolescencias. Ahora no piensen sino en disfrutar de la vida, y por qué no en comprarse el descapotable con el que siempre soñaron. Suena Neil Diamond conmovedor y ligero, Juan Salvador Gaviota es un escorzo subiendo a las alturas mientras Jenny busca la flaccidez de Mister Gerard. Lentamente logra incorporarla, dentro aún del slip azul, como un pajarillo que desea remontar vuelo. Y ¡zas! En cuanto sobreviene el momento Jenny lo libera, hábilmente lo cubre con su cabellera y envuelta en ella lo succiona, primero con suavidad, luego con un ritmo cada vez más intenso, hasta que Mister Gerard se entona, se modela, nadie pensó que pudiera ocurrir así pero con delicadeza Jenny se encarama sobre él, comienza a cabalgarlo al mismo tiempo que suena Carros de Fuego, dulce y cadencioso. Se mueven al compás, las caras manifiestan concentración y algo de gusto, han de variar de posición para que lo contemple bien el público del ala derecha, nadie respira, nadie parpadea; se dan la vuelta para que no protesten los del otro lado, aceleran el ritmo y ahora Jenny y Mister Gerard simulan la explosión final; la sala se ha oscurecido, unas mínimas luces violetas.
         -Ladies and gentleman!
         La voz grave del presentador demanda una salva de aplausos para los dos intérpretes, la sonrisa profidén de los profesionales hartos de repetir el ejercicio madrugada tras madrugada, en sesiones de 1 y de 3; eso no lo resiste nadie ni con afrodisiacos, ni con doble ración de pastillas.
         Fin.
         El tropel de mirones de la primera fila sale disparado hacia la puerta. Pero todavía no abandona su puesto el extremeño Borja, ha de divulgar las atracciones de los próximos días. Lo hace con su tono de rigor, nadie diría que tuvo la desgracia de enamorarse de una mujer de expresión aniñada como una muñeca y exquisita como una geisha.
Terminado el espectáculo recrea sus contorsiones y sus pechos firmes, tan prietos que no se mueven, y sus muslos alados de bambú.
         No le quita ojo de encima, tiene tal dependencia que aquí se deja cuanto gana en el hotel, inclusive los extras y las propinas. Con su tercer gintonic, los ojos de buey degollado cuando estima que ella mira hacia su rincón, y recapacita: sus sonrisas van destinadas a él.
         El sudor se concentra en sus sienes, le surca las mejillas.
         Insólito que un reverendo lleve esta vida tan disoluta. Pero es su trabajo, y para convencer al juez de sus intenciones se ha obligado a probarse a sí mismo, permanece en su puesto de animador pero durante el día  estudia la biblia con Chung, un hombrecillo lleno de paciencia. Se ha transformado por completo, prometió cambiar su actitud y –en cuanto Jenny le perdonó las cuchilladas de aquella noche aciaga en que ella aceptó los requerimientos de un alemán- mostró aprovechamiento. Fue bautizado y se convirtió en pastor de la iglesia evangélica.
         Durante la libertad condicional se ha de contentar con verla de lejos. Para su suerte, el cirujano demostró su oficio hasta el punto de que pocos podrían distinguir bajo el maquillaje la huella de los celos.
Asumirla tan cerca y tan lejos es gran tormento, por eso le escribe cartas respetuosas, le manda ramos de flores y trata de refrenar su ira cuando la ve salir con algún oportunista. Una noche todo fue emoción: ella le envió una sonrisa y él se relamió contento. En ese minuto renació como Mister Gerard, y se creyó con derecho a amarla más allá de aquel simulacro de tres minutos. No en vano era su mujer.
(De “¡Mamá, yo quiero un piercing!”, relatos. Ilustración de Chagall)

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