Un bofetón de aire caliente y húmedo le dio la
bienvenida en cuanto puso pie en la escalerilla. Después, largas colas para
pasar los controles. Todo sin prisa, con esa calma santa del trópico.
-Tengo unas chiquitas lindas -le dijo un hombre con
uniforme de maletero.
-Gracias -respondió, sin apenas mirarlo cuando le
entregó su equipaje. Solo requería un baño de agua fría y un largo sueño para
olvidar las diez horas de avión.
-No importa, compañero. Yo te las guardo para mañana
por la tarde. ¿A qué hotel tú vas?
-Al Habana Libre. ¿Cuánto vale?
-Treinta dólares.
Sin ganas de discutir los precios, tampoco quería
escuchar al hombrecillo que en una larga retahíla le anunciaba buena ganancia
si canjeaba moneda americana por pesos, y que se empeñaba en mostrarle su álbum
de fotos. Para darse gusto mirando.
-Esta es Marlén, quince. Y esta es Yanel: tengo por
seguro que no ha cumplido los diecisiete. Lo que sucede es que desarrollan
rápido -añadió-. Ahí donde las ve, compañero, hacen teatro y son modelos.
Además del calor y del pesado olor del mar notó que
era la ciudad que buscaba porque en el hotel había un trío interpretando
Guantanamera una y otra vez, con un ritmo dulzón y pegajoso de guitarras,
maracas y voces. Mojitos a discreción, tan ricos. Luego, ya en la habitación,
descubrió que el aire acondicionado no funcionaba y se asomó a la terraza para
contemplar las cuadrículas de luz desvaída, una gasa amarillenta sobre las
calles y los parques. Las ascensoristas parecían colegialas de uniforme
impecable, sonreían coquetuelas con sus dientes blanquísimos.
Antes de irse a dormir olfateó el salitre y le entró
el capricho de pasear por el Malecón, por las piedras sagradas de los desfiles
y de los pasos del carnaval, en la avenida por donde entró Fidel cuando la
victoria.
De entre las sombras salieron dos chicos muy jóvenes
para agasajarlo con un trago de ron de Santiago, el verdadero Matusalén. No lo
podía despreciar. También le ofrecían buen cambio para su dinero.
-Conocemos lindas chicas, hermano.
Se pasaban la botella con parsimonia para tomar
sorbos largos. Entre el cansancio del avión y el desorden horario trataba de
disimular la flojera en las piernas.
Al llegar a la habitación lo primero que hizo fue
extraer la almohada de su equipaje. No toleraba la de los hoteles: demasiado
rígidas, blandas en exceso, hundidas o envaradas. Por eso, costara lo que
costara, no salía de casa sin su almohada. Imposible moverse por el mundo sin
ella.
Bajó al bufé y saboreó los frutos tropicales antes
del cuerpo frito. Por fortuna no vio al taxista; por desgracia el Floridita de
Hemingway andaba en reformas, y la
Plaza de la
Revolución semejaba un enorme mausoleo. Menos mal que no veía
Marlenes ni Yaneles, sino que le mostraban la pureza del sistema en el Parque
Lenin, reconocía los logros de sanidad y enseñanza, y la pujanza de los barrios
donde trabajaban las microbrigadas, los cementerios y el monumento al Maine,
con su nueva explicación antiyanqui.
Por la noche, en La Bodeguita del Medio
pidió un daiquiri y para cenar frijoles negros, tasajo y yuca. Más tarde caminó
por la plaza de la Catedral
y empezó a amar aquel lugar de belleza ajada, sus columnas y sus fachadas, la
gallardía de sus bulevares, los tinglados del puerto, los bares solo para
turistas. Todo le recordaba a su abuelo, el que se quedó por aquí. Su guía no
le había confirmado si conocía a gente apellidada Castaño. Quién sabe cuántos
primos tendría diseminados por los pueblos.
Llenó su estómago de cócteles con buen ron y hielo
granizado, coloreado por esencias y jugos de frutos. Qué belleza el Tropicana,
qué chicas, qué ritmos.
Para conciliar el sueño debía leer. Así que cogió
algo al azar.
¿Qué está sucediendo en su vida?
¿Cómo anda de salud?
¿Cómo se gana los garbanzos?
¿Le gusta su trabajo?
¿Cómo van sus finanzas?
¿Y sus amores?
¿Cuándo terminó su última relación?
¿Qué se propone hacer en este momento?
Se sobresaltó, la revista de Iberia no podía ser un
manual de autoayuda. Si incluso había visto páginas distraídamente, hasta se
había interesado por la excursión a Trinidad. Pero qué sería de nosotros sin el
tropel de consejeros dispuestos a fabricarnos una mente positiva. A cambiarnos
la actitud, a darnos energía.
Timoteo pensó que tendría que descansar; abrió el
frasco de pastillas y se tomó dos. Imprescindible dar buena imagen por la
mañana, pues al fin la conocería. Ya en la foto le había entusiasmado su
apariencia tan juvenil y su sonrisa, y él trataría de corresponder ofreciéndole
las glorias de Albacete: sus huertas eran las mejores de la comarca, y qué
decir de sus ovejas y de sus cerdos. Además, una finquita con buena uva. En
cuanto a lo demás, ya se iría amoldando a la nueva situación. También en las
cartas se lo había explicado todo: en su pueblo era bueno el personal, pero con
poca diversión. Se acostumbraría y él no iba a ser demasiado exigente tras la
boda, pues a los setenta ya uno tiene menos necesidad de sexo.
(De "¡Mamá, yo quiero un piercing!", relatos)
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