jueves, 8 de marzo de 2012

Habana Vieja


Un bofetón de aire caliente y húmedo le dio la bienvenida en cuanto puso pie en la escalerilla. Después, largas colas para pasar los controles. Todo sin prisa, con esa calma santa del trópico.
-Tengo unas chiquitas lindas -le dijo un hombre con uniforme de maletero.
-Gracias -respondió, sin apenas mirarlo cuando le entregó su equipaje. Solo requería un baño de agua fría y un largo sueño para olvidar las diez horas de avión.
-No importa, compañero. Yo te las guardo para mañana por la tarde. ¿A qué hotel tú vas?
-Al Habana Libre. ¿Cuánto vale?
-Treinta dólares.                                       
Sin ganas de discutir los precios, tampoco quería escuchar al hombrecillo que en una larga retahíla le anunciaba buena ganancia si canjeaba moneda americana por pesos, y que se empeñaba en mostrarle su álbum de fotos. Para darse gusto mirando.
-Esta es Marlén, quince. Y esta es Yanel: tengo por seguro que no ha cumplido los diecisiete. Lo que sucede es que desarrollan rápido -añadió-. Ahí donde las ve, compañero, hacen teatro y son modelos.
Además del calor y del pesado olor del mar notó que era la ciudad que buscaba porque en el hotel había un trío interpretando Guantanamera una y otra vez, con un ritmo dulzón y pegajoso de guitarras, maracas y voces. Mojitos a discreción, tan ricos. Luego, ya en la habitación, descubrió que el aire acondicionado no funcionaba y se asomó a la terraza para contemplar las cuadrículas de luz desvaída, una gasa amarillenta sobre las calles y los parques. Las ascensoristas parecían colegialas de uniforme impecable, sonreían coquetuelas con sus dientes blanquísimos.
Antes de irse a dormir olfateó el salitre y le entró el capricho de pasear por el Malecón, por las piedras sagradas de los desfiles y de los pasos del carnaval, en la avenida por donde entró Fidel cuando la victoria.
De entre las sombras salieron dos chicos muy jóvenes para agasajarlo con un trago de ron de Santiago, el verdadero Matusalén. No lo podía despreciar. También le ofrecían buen cambio para su dinero.
-Conocemos lindas chicas, hermano.
Se pasaban la botella con parsimonia para tomar sorbos largos. Entre el cansancio del avión y el desorden horario trataba de disimular la flojera en las piernas.
Al llegar a la habitación lo primero que hizo fue extraer la almohada de su equipaje. No toleraba la de los hoteles: demasiado rígidas, blandas en exceso, hundidas o envaradas. Por eso, costara lo que costara, no salía de casa sin su almohada. Imposible moverse por el mundo sin ella.
Bajó al bufé y saboreó los frutos tropicales antes del cuerpo frito. Por fortuna no vio al taxista; por desgracia el Floridita de Hemingway andaba en reformas, y la Plaza de la Revolución semejaba un enorme mausoleo. Menos mal que no veía Marlenes ni Yaneles, sino que le mostraban la pureza del sistema en el Parque Lenin, reconocía los logros de sanidad y enseñanza, y la pujanza de los barrios donde trabajaban las microbrigadas, los cementerios y el monumento al Maine, con su nueva explicación antiyanqui.
Por la noche, en La Bodeguita del Medio pidió un daiquiri y para cenar frijoles negros, tasajo y yuca. Más tarde caminó por la plaza de la Catedral y empezó a amar aquel lugar de belleza ajada, sus columnas y sus fachadas, la gallardía de sus bulevares, los tinglados del puerto, los bares solo para turistas. Todo le recordaba a su abuelo, el que se quedó por aquí. Su guía no le había confirmado si conocía a gente apellidada Castaño. Quién sabe cuántos primos tendría diseminados por los pueblos.
Llenó su estómago de cócteles con buen ron y hielo granizado, coloreado por esencias y jugos de frutos. Qué belleza el Tropicana, qué chicas, qué ritmos.
Para conciliar el sueño debía leer. Así que cogió algo al azar.
¿Qué está sucediendo en su vida?
¿Cómo anda de salud?
¿Cómo se gana los garbanzos?
¿Le gusta su trabajo?
¿Cómo van sus finanzas?
¿Y sus amores?
¿Cuándo terminó su última relación?
¿Qué se propone hacer en este momento?
Se sobresaltó, la revista de Iberia no podía ser un manual de autoayuda. Si incluso había visto páginas distraídamente, hasta se había interesado por la excursión a Trinidad. Pero qué sería de nosotros sin el tropel de consejeros dispuestos a fabricarnos una mente positiva. A cambiarnos la actitud, a darnos energía.
Timoteo pensó que tendría que descansar; abrió el frasco de pastillas y se tomó dos. Imprescindible dar buena imagen por la mañana, pues al fin la conocería. Ya en la foto le había entusiasmado su apariencia tan juvenil y su sonrisa, y él trataría de corresponder ofreciéndole las glorias de Albacete: sus huertas eran las mejores de la comarca, y qué decir de sus ovejas y de sus cerdos. Además, una finquita con buena uva. En cuanto a lo demás, ya se iría amoldando a la nueva situación. También en las cartas se lo había explicado todo: en su pueblo era bueno el personal, pero con poca diversión. Se acostumbraría y él no iba a ser demasiado exigente tras la boda, pues a los setenta ya uno tiene menos necesidad de sexo.
(De "¡Mamá, yo quiero un piercing!", relatos)

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