Vuelven las fiestas fundacionales del 24 de
junio y desde hace cincuenta años esta es también mi ciudad, llegué a ella
buscando participar en el mejor periodismo de la región. En ella crecí, en ella
amé, en ella trabajé. Siempre consideré este espacio como un lugar de
convivencia, gente de muchas nacionalidades, muchas culturas, un lugar dinámico
en la que suceden cosas. Con su historia y su mestizaje, aparece en buena parte
de mi obra literaria. En la etapa del alcalde Emilio Mayoral y su concejal de
Cultura, el historiador Cristóbal García del Rosario, siendo director del Club
Prensa Canaria (1985-2000), recibí el reconocimiento municipal por el apoyo a
las actividades culturales, al diálogo ciudadano. Porque el CPC era el Hyde
Park Corner de la ciudad, el lugar donde había debates, presentaciones de
libros, exposiciones de arte, convivencia democrática.
Siempre preferí Triana y Vegueta. En la
Calle Mayor unos jóvenes hacen sonar una flauta y un timple delante de viejos
establecimientos, comercios decimonónicos de telas y abalorios, el recuerdo de
los bazares de indios, las sedas y tapices, las alfombras de Persia, los
elefantes de marfil y los antílopes de ébano, los puñales moros y las
bisuterías en sus estantes, el sándalo ante las estatuillas de Brahma, de Visnú
y de Shiva. Más allá una chica rubita canta con su guitarra el Aleluya de
Leonard Cohen, paso a su lado y le dejo alguna moneda. En otras zonas hay
relojes parados, será así porque nadie precisa atrapar la realidad, la vida
–como el clima– se mueve sin estrépito, como si nada importase demasiado. Paseo
por donde los conquistadores plantaron el Real, los pasajes donde Van der Does
prendió brea antes de embarcar con el vino y el azúcar del botín, pero nadie lo
recuerda. Cruzo esta parte donde apenas quedan edificaciones con sus arcos
conopiales, las gárgolas, la luminosidad de las fachadas. Sin embargo, en estas
calles de clerecía y campanario todavía se conserva un ligero toque
renacentista, atravieso una sucesión de puertas de sillería y fachadas
eclécticas, los frontis con su aparejo de traquita gris, las casonas conservan
la entrada para las caballerías, guardan patios silenciosos con su fuente.
Por aquí el primer hospital para los
enfermos de sífilis y ahora las plazas desiertas, las impresionantes
colecciones de cráneos y momias aborígenes, las torres de oscura cantería, las
columnas salomónicas; traspongo la plaza donde hubo ejecuciones, venganzas y
hogueras tras sentencias de la Santa Inquisición, por aquí se citaban casas de
lenocinio regentadas por la curia que daban su beneficio a las parroquias,
también hospitales para la lepra y otras enfermedades vergonzantes, y autos de
fe casi siempre contra comerciantes extranjeros acusados de luteranos o judíos
que practicaban veladamente su Torá, o berberiscos que seguían a Mahoma. Los
conquistadores fundaron por allí el primer campamento, en donde establecieron
los cimientos de un pequeño templo que se transformaría en catedral, y
comerciantes, monjas y frailes, y el primitivo y apretado palmeral, del cual
dejaron solo tres altivas palmeras, que dieron nombre al Real. Difícil imaginar
que en un territorio tan exiguo hubiese sido preciso emplear tales esfuerzos
bélicos, cinco años de campaña militar hasta aplastar a los últimos irredentos
que se negaban a mezclar su sangre.
Bajo los balcones de corte portugués sigo hacia la fuente de Espíritu Santo, el poquito de césped grueso y las grandes hojas de la capa de la reina, el drago y la araucaria. Allá arriba, en lo alto de San Roque, la Casa de los Picos, que incorporé en mi obra. En la plaza de las Ranas doy la vuelta, el reloj de la catedral hace sonar la hora. La isla es un micromundo tranquilo. It’s a lovely day, se oye decir. Hay días con sol ligero y mar llana, tan perfectos que más de uno desearía degustarlos despacio, como un buen whisky o un vino caro. Hay que prolongar la dicha hasta el final del mundo, hay que gozar.
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