Pareció
triste y sobre todo ilustrativa de su impotencia la escena en la que un
presidente, Biden, casi lloroso pide a su pueblo la forma de parar a la
Asociación del Rifle para que no haya más tiroteos masivos en las escuelas y
universidades de su país, en las calles y las plazas donde cualquier día un
hombre armado se pone a matar a todo el que se le cruce por delante. Un triste
saldo a lo largo de las últimas décadas, con cientos de muertos porque allí un
niño puede recibir como regalo de sus 10 años un rifle de última generación,
una ametralladora, un arma de devastación que le entregan, orgullosos, sus
padres. Como si todavía estuviéramos en la ley de la jungla, como si todavía
estuvieran conquistando el oeste.
Todos
hemos admirado el “american way of life”, la forma americana de vivir, esa enormidad
de país que acoge todas las razas, todas las religiones. Esa forma
norteamericana de vivir ha sido y seguirá siendo admirada e imitada en el resto
del mundo, pero no en todas sus facetas. Porque aquella es una sociedad más
competitiva, más violenta, más inclinada al uso de las armas. Un precepto que
está en la Constitución, segunda enmienda, y que facilita la existencia de la Asociación
del Rifle, poderoso movimiento que maneja una industria supermillonaria y que
permite que cualquiera pueda comprar armas de gran agresividad si tiene 18
años.
En
los años 60, en plena guerra de Vietnam, en las universidades norteamericanas
surgieron movimientos juveniles de protesta, que tuvieron su reflejo en la
música juvenil, en el cine, en la literatura. Ya lo hemos comentado otras
veces: EEUU es el país donde más se protegen los Derechos Humanos y,
simultáneamente, es el país donde más son violados. Claro que hay mucha
variedad en ese país: la América profunda es muy distinta de la urbana, y
Texas, que es un trozo de México robado por el norte, tiene el record de
aplicación de la pena de muerte. No en vano el Partido Republicano se considera
heredero de los puritanos ingleses que fundaron la nación, y sus opiniones son
ultraconservadoras.
La
Constitución de los Estados Unidos, en su segunda enmienda, establece que los
ciudadanos tiene derecho a tener y portar armas. Para los fundadores, esta perspectiva
era vital para preservar su libertad. Así se ha entendido durante siglos, pero
los tiempos han cambiado: hay una estructura administrativa que protege a los
norteamericanos, el sistema funciona, no hay que buscarse ni la protección ni
la justicia por mano propia. El aumento de los asesinatos en masa en espacios
públicos con armas de fuego, indiscriminados, ha forzado el debate sobre su
empleo y su necesidad. Los episodios de las matanzas se suceden, y a pesar de
las proclamas de los presidentes de turno, las normas no cambian.
En
el fondo, detrás de todo esto existe un gigantesco negocio: el de la producción
y venta de armas no solo para el consumo interno sino para la exportación a
medio mundo. Y cada vez más se comprueba que hay fines de semana con tiroteos
masivos, como si la descarga de adrenalina de los imbéciles poseedores de
armamento tuviera que ejercitarse disparando aquí y allá, matando a quien se
ponga por delante. Son innumerables los incidentes, en distintas zonas del país,
y ya van casi mil episodios en escuelas y centros educativos en la última
década. Son datos de Gun Violence Archive, una asociación que lleva las cuentas
para azuzar a las autoridades. “Casi no hay un norteamericano que no haya
pasado por una situación traumática por las armas”, decía en campaña la hoy
vicepresidenta, Kamala Harris. Pero la tensión es enorme: un sector aspira a un
control más estricto sobre la venta, posesión y uso de las armas, y otro lo
rechaza de plano.
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