Al final de los años sesenta, jóvenes de las islas exploraban una nueva vía de emigración: hacia el Reino Unido. Chicas que iban de au-pair o de trabajadoras domésticas, chicos que sin saber el idioma iban de camareros, lavaplatos, cocineros. Agotada la emigración tradicional hacia Cuba y Venezuela, había que abrirse camino en la culta y adinerada Europa. En Londres coincidí con veinteañeros de la isla de La Palma que se establecían en Londres, Brighton, Canterbury. España era la dictadura de Franco e Inglaterra era la democracia, el respeto. Allí pasé cinco meses, y tuve la suerte de poder asistir a un concierto de los Rolling Stones en Hyde Park, 250.000 jóvenes, en homenaje al guitarrista Brian Jones recién fallecido, quien se ahogó en una piscina supuestamente por sobredosis. Aquel día, a base de codazos, llegué a colocarme en primera fila mientras los Rolling celebraban un concierto magistral, y estrenaban temas como Honky Tonk Women.
Casi octogenarios, los
Rolling son inmortales porque junto con The Beatles simbolizan la nueva
juventud de los años sesenta. Ahora los Rolling vienen a Madrid y, provocadores
ellos, se fotografían junto a la escultura del Ángel Caído, en el Retiro y ante
el Guernica de Picasso. A Mick Jagger siempre le gustó la llamar la atención,
llevaba calcetines de distinto color, manifestaba ser devoto de Satán, hay
quienes siguen buscando elementos diabólicos en algunas de las composiciones.
Los Rolling eran casi el grito y la provocación, The Beatles transmitían un
mensaje más cuidado, más estético, aunque igualmente pacifista en el tiempo en
que la guerra del Vietnam hacía estragos. Y los dos grupos agitaron a los
jóvenes en aquellos años en que desde el Reino Unido se impusieron la
minifalda, la píldora anticonceptiva, la libertad sexual. Desde entonces,
Londres sigue siendo una ciudad que concede oportunidades a los jóvenes que
allí llegan, aunque ahora con más problemas que antes por el Brexit.
El verano de 1969
registró varios prodigios: los humanos llegaron a la Luna, las emisoras piratas
de radio desafiaban a la BBC transmitiendo música pop desde barcos situados en
el Canal de La Mancha, sin saber palabra de inglés conseguí pasar la aduana de
Southampton y llegué a ser ayudante de camarero en una residencia para
oficiales de la OTAN. Apenas tenía 20 años y había que comerse el mundo porque
yo venía de una isla pequeña y poco conocida, La Palma. El verano del año
anterior me apunté un par de meses a campos de trabajo para estudiantes en el
sur de Francia, en la zona de las Landas. Era la primera vez que el régimen
comunista de Checoslovaquia permitió a los jóvenes viajar a los países
capitalistas, y fue un buen intercambio de ideas. En realidad, checos y españoles
estábamos en contra de los regímenes políticos de nuestros respectivos países,
nos gustaban la música pop, los Rolling, Beatles, Bob Dylan, Joan Baez, la
canción-protesta y un largo etcétera.
Sorprendentemente,
pude ver películas sin cortes de la censura, así una versión del Ulises de
James Joyce, y por supuesto podías comprar libros muy prohibidos en España.
Asistí a Hair, la ópera rock que años más tarde volví a ver en el Pérez Galdós
en una versión muy inferior. En Londres había clubs de republicanos que
clamaban por la amnistía, convocaban actos en las parroquias protestantes. La
década prodigiosa de los 60, prolongada en los 70 y los 80, registró un apogeo
de la música juvenil, había un cambio de costumbres que en España tuvo que
esperar a la muerte del dictador. Aquí los 80 fueron los años de la liberación,
de la movida madrileña, de la nueva literatura, de costumbres más avanzadas en
las relaciones humanas.
Pues bien: sesenta años después de su nacimiento, los Rolling siguen estando en la brecha. Una longevidad artística revolucionaria.
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