Eduardo Sanguinetti, filósofo, performer. Buenos Aires.Cuándo la realidad se convierte en una
obsesión, produce una pérdida de identidad, no ignoremos que la sensibilidad
exige distancia - un extrañamiento de la realidad cotidiana-, pues la ley de la
realidad se asemeja a la ley de la gravedad: ambas son ineludibles, universales
y particulares.
Lo humano tiene que ver precisamente con
ese espacio de tensión dinámica entre adaptarse y autoorganizarse, entre acatar
o delinquir. La obsesión por la realidad no garantiza en absoluto mayor
realismo en esta era de la amabilidad cual subterfugio de la indiferencia
generalizada, como tampoco mayor realismo garantizara una justa valoración de
la realidad. Y la total despreocupación tampoco es justamente un signo de
irrealidad.
Sin dudas, permanecemos en el milenio de
la indiferencia, de los actos de amabilidad hipócrita, al servicio de la
voluntad de perder y diluir la tonalidad de los acontecimientos que se suceden,
siempre al margen de la voluntad de los pueblos que experimentan una
transfusión de incertidumbre y sobrevida.
El terrorismo pareciera que ya no
inquieta, la disidencia tampoco, no puedo evitar añadirlo. El intelectual
crítico, revolucionario, se ha convertido en "bufón de palacio",
basta leer los impresos laminados que se le imprimen editoriales corporativas,
a estos representantes de la cultura escatológica de este tiempo de simuladores
seriales, que toman en consideración los acontecimientos blandos, omitiendo que
esas publicaciones son falsas respuestas a problemas reales, verosímiles.
Una réplica a la misma indiferencia de
las significaciones políticas, a la insignificancia de los funcionarios de
gobierno, cualquiera sea la ideología de artificio que profesan, como
propedéutica de una cultura que ya no existe...
En suma, sobre un fondo de indiferencia extrema,
se recomienza a confiar en la menor diferencia. Así es como se plantea hoy toda
la humanidad la cuestión de la propia identidad....
Trátese de quién sea, incluso los
partidos políticos o los sindicatos, cada cual esgrime a su manera contra del
estado que encarna actualmente la indiferencia (la democracia de este tiempo
sólo se distingue de los regímenes totalitarios en que éstos sólo ven la
solución final en el exterminio, mientras que la democracia la realiza en la
indiferencia), cada cual plantea su mínima y pequeña diferencia. Cuestión de
identidad...
Pero esto sólo lo ofrecen unos
acontecimientos blandos, pues la identidad es un valor diferencial por defecto,
con efecto potencializado por un aparato poderoso de distracción, instalado por
poder supremo de los patrones de la realidad manipulada y manoseada... No vemos
reducidos a esta esclavitud del límite, por la indiferencia general,
inocultable y bastante repulsiva... Y, la reivindicación de identidad no es más
que la contrapartida de las ideologías muertas.
El cenit de la diferencia es pasado,
incluso en filosofía, basta apreciar como la metafísica ha sido eliminada de
los programas de estudio, entre otros temas que hacían a la diferencia...
Vivimos en la era del cenit de la
indiferencia, congelamiento del espíritu público, indiferenciación del
escenario de la política, reivindicación exacerbada de la identidad sobre un
paisaje de indiferencia general y plural.
La promoción de la diferencia como tema
primordial en agenda de gobiernos espectrales, con luces, brillos metálicos y
artilugios que elevan el grado de simulación en la escena pública, donde el
secreto se ha diluido... Lo apreciamos también, sin dudas en el espacio de la
política, donde cada discurso del sujeto-objeto político es en principio su
propio objeto publicitario, todo deviene en obscenidad... Por cierto
irreversible, por más cualidades de tonalidades ligeras y estéticas que le
deseen adosar.
Este es el estado artificial y continuo
que como telón de fondo, recibimos. Lo que resultaría más ingenuo sería elevar
al terreno del deseo enterrado en el cementerio de los sueños rotos, lo que ya
existe como realidad... Y esa avidez de vida, indiferenciadamente amable, esa
presencia de velocidad extrema en actos ramplones y previsibles de imbecilidad,
cual modelo de un tiempo de bestias, desbaratan toda imagen razonable de
funcionalidad.
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