domingo, 7 de enero de 2018

El caminante (cuento)

A Arnoldo Santos, botánico

Como si retornara a los orígenes, la mejor terapia era volver al pueblo y echarse al monte. Por ser emotivo y sensible había pasado unos días difíciles, broncas y disgustos en el trabajo y en su casa, las malas rachas. Pero aquel sábado despertó contento pues iba a disfrutar un amanecer que desperezaba los caseríos, diseminados tras los barrancos como si fueran nacimientos. Sale de la casa familiar, el aroma materno, dejando atrás tuneras e higueras cuyos frutos tantas veces puso al sol en el tendal. No le gustan las nuevas arquitecturas que agreden el entorno, las viviendas que desdibujan la iglesia donde lo bautizaron. Cruza escobones, bejeques, cerrajas y gacias; en las lomadas sobreviven mansiones que levantaron tratantes de esclavos y casas sencillas en sus adornos, en sintonía con la orientación, la luz, el aprovechamiento del agua y el viento. Muchas tapiadas porque los viejitos ya murieron y huertas vacías, donde ya nunca se convoca una gallofa.
¿Qué estará haciendo Isabel esta mañana? ¿Dónde habrá pasado la noche? Intentó poner la mente en blanco, fijarse tan solo en las vueltas del camino porque siempre surgía una sorpresa en forma de arbusto, un ave que no recordaba, una perspectiva renovada por la neblina, la llovizna y el sol. En las alturas el aire se vuelve transparente, era una gozada la fragancia de las matas que conocía muy bien. Como si quisiera huir de los deberes cotidianos –los problemas con su mujer, el hijo que no llegaba, las circunstancias del trabajo, las rivalidades con los compañeros, las ofuscaciones con los jefes– busca un entorno más puro, se olvida de los conflictos y escucha los mirlos, los canarios de monte, los capirotes. Atraviesa las viñas y las bodegas, las cuevas y allá enfrente los roques colonizados por el pinar que guardan endemismos vegetales.
En la carretera vio las casas de los peones camineros y luego el fayal-brezal de su niñez, los densos castaños y los pastizales, el ganado en relvas y los perros aullando ante la primera claridad del día. Pasaron cuervos, algún cernícalo y algún gavilán, y por los repechos de granzón contempló huellas de los antepasados, signos dibujados en las lajas. Había cráteres vencidos y arenales, también la toba roja del volcán, y, al fondo, la parte más antigua de la isla con sus laderas excavadas a lo largo de dos millones de años en honduras que guardaban tesoros de la botánica descubiertos por caminantes osados como él: Webb y Berthelot, Burchard, Bolle, Elías Santos-Abreu, Sventenius... Plantas y animales únicos, el paisaje vegetal modelado por los vientos alisios; cresterías bravas, sobre la laurisilva pinos ennegrecidos por los incendios, que, sin embargo, han podido rebrotar.
Ya está despejando los malos pensamientos y consigue mitigar las tensiones, por desgracia lleva meses utilizando pastillas para dormir, aunque espera que la situación mejore. Sueña el peregrinaje de sus abuelos cuando caminaban durante días a través de aljibes y abrevaderos, los helechos gigantes de los cabocos, las palomas rabiches y los pinzones azules, los cercados del tabaco y los molinos de agua, los caminos reales donde los aparecidos asustaban al vecindario la noche en que morían allá en Cabaiguán. Los senderos eran el trasiego de los arrieros y la vida es una caminata que hay que hacer disfrutando cada uno de los recodos. No le es difícil reconstruir mentalmente algunos escenarios e imaginarse a James Cunningham, naturalista-médico inglés, remontando en 1697 el barranco de Las Nieves para recolectar la extraña flora que se le mostraba en la escala de su viaje de Inglaterra a China.
Tras las casas de Mirca respira a plenitud, ya está viendo más claro en su interior: la yerba fresca oxigena su sangre, la neblina asciende a ráfagas y en los claros observa viñátigos y acebiños, barbusanos y mocanes, la mojada hojarasca. La savia de los frutales se prepara para el verano y el paisaje cambia según se mueve la bruma y crece el aliento de humedad, por momentos la llovizna le ilumina el rostro. Por desgracia hay vallados, talas y excavaciones, mordidas al paraíso.
Los amagantes, que ya han perdido sus pétalos rosados, van siendo cada vez más abundantes junto a codesos de penetrante aroma o los humildes corazoncillos donde liban las abejas, los tajinastes todavía sin florecer, algún bicácaro aislado. Entre las nubes hay abismos profundos como el miedo, que sirven de marco a la Cumbre Nueva.
¿Se había equivocado en su matrimonio? Muchas de las parejas que conocía se estaban divorciando, era una epidemia para la cual no había aparente remedio. Parejas que convivían años en perfecta armonía se estropean sin que haya un motivo aparente. ¿Casarse lo agrava todo? Conocía varias parejas que convivían bien pero que entraban en litigios cuando había papeles por medio.  Pero olvídalo, camina. Continúa desde las planicies próximas a los Andenes dejándose llevar por un salvaje instinto, casi caprino, de buscar los pasos más difíciles, las pocetas de agua que dejó el aguacero, los lugares ocultos al andante temeroso, incapaz de abandonar el sendero para adentrarse en espacios mágicos. Él sí es atrevido: al dejar la vereda, barrancos imponentes surgen bajo el angosto y rectilíneo dique. Se despeja el día y, luchando contra el vértigo, colgados en el vacío surgen los abuelos de las cumbres: alguna sabina misteriosa, unos pocos cedros con ramas muertas tras haber escapado al hacha o a la voracidad de los muflones. 
Reconoce una fuente escondida y las moradas de los pastores, la lenta filtración del agua desde la piedra de volcán, algún refugio de los cabreros permanece junto a rosales silvestres y troncos repletos de hongos. ¿Ella ya estará hablando con algún abogado? Menos mal que, por ahora, no tienen hijos.
Subiendo y bajando andenes ve pinos descomunales, árboles sagrados con sus barbas de líquenes verdosos, luego una formación de gramíneas en su esplendor. Agotado, tras ocho horas de ascensos y descensos aun no ha salido del laberinto, pero el tiempo de luz se le acaba mientras los últimos rayos del sol le invitan a adentrarse en la oscuridad bajo la mirada de Sirio, Las Pléyades, Orión y al sur el enigmático Escorpión. Vuelve a preocuparse por las cosas de ella: tendrán que hablar largo y tendido, han de poner todas las cartas sobre la mesa. El secreto está en trazarse pequeñas metas asumibles, cuando estalle una crisis siempre habrá un avión o un barco para regresar a la casa familiar y emprender la travesía de las cumbres, desandar los caminos de los bisabuelos cuando la isla había que cruzarla paso a paso, sin desmayo atravesaban la calima, las nevadas y los hielos del invierno.    
(De Cuentos traviesos, Mercurio, 2017)

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