A Isabel Perdigón, quien me contó esta historia
Hace mucho tiempo, en un pueblo
del norte una chica se colocó en casa de unos señores con muchas propiedades,
que al poco fallecieron. Tobías, el hijo mayor, heredó todos los bienes y se
instituyó en el cabeza de la familia.
Sin poder evitar las acometidas
del primogénito, Veneranda, la sirvienta, se quedaba embarazada cada año.
Cuando llegaba el momento, se trasladaba a la ciudad para dar a luz y entregar
al recién nacido a las monjitas. Así sucedió hasta once veces seguidas, pero al
llegar al duodécimo parto tomó una determinación heroica. Con sus ahorros y el
recién nacido en sus brazos aprovechó la salida de un velero desde Santa Cruz
de La Palma para La Habana, y allá marchó.
Al cabo del tiempo, Tobías
quiso cambiar de estado y se propuso recibir ante el altar el santo sacramento
del matrimonio. Para ello eligió a María Eugenia de los Ángeles, una joven de
las mejores familias con cuyo enlace sus tierras y sus bienes se multiplicarían
por ciento. El banquete fue de los que hacen época, un convite general con
arcos triunfales, carne de cochino y papas nuevas, vino y licores, reparto de
grano para la molienda, cuadros plásticos y loas en la plaza. Mas, para su
desconsuelo, su esposa nunca pudo darle el heredero que tanto requería, con lo
cual su herencia fue motivo de grandes e interminables litigios. Es el destino,
decían las comadres.
Muchas décadas después, uno de
los nietos de Veneranda viajó a Cuba para conocer a los descendientes que su
madre había esparcido en la Perla del Caribe. Allí, de Pinar del Río a Santa
Clara, comprobaron que la sangre es un vínculo tan poderoso que salta por
encima del océano, destrona la soledad, crea un lazo fraternal por encima de
las miserias de este mundo.
El destino a veces es
justiciero.
Un cuento bien 'travieso'. Saludos, pareja.
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