martes, 31 de octubre de 2017

La luz del Time (cuento de difuntos)


Cuando yo era chico me aterrorizaba la luz que subía y bajaba velozmente por el Time. El Time es un farallón, una pared que cierra el valle al oeste de la isla de La Palma, este vocablo bereber significa lugar elevado, cordillera. La carretera que lo escala repta penosamente desde el fondo del barranco de Las Angustias hasta seiscientos metros de altitud. El panorama desde aquel mirador es lindo y despejado, las montañas violetas coronadas de pinos, los cráteres de viejos volcanes y allá abajo una buena franja del litoral, los acantilados y las playas, las plataneras y los invernaderos, las casas de media isla.
Desde donde vivíamos -en la calle Cabo, en la parte alta de Los Llanos de Aridane- observaba aquella luminaria misteriosa y se me ponían los pelos de punta cuando mi padre explicaba que la luz era parte de una leyenda. Una historia similar a la que existe en otras partes, por ejemplo la luz de Mafasca en Fuerteventura.
Mi abuela Antonia me confesaba con toda naturalidad tener conversaciones cuando de noche salía al patio a beber agua de la talla y se le aparecía su hijo Gregorio que había caído en la guerra civil, allá en el frente del Ebro. Le daba buenos consejos, le decía que se cuidara del frío en esos montes pelados, que buscara una mujer limpia y hacendosa; él aceptaba cuanto le decía, procuraría satisfacerla. “Guárdame la guitarra” –le decía Gregorio. “Ahí está, sobre el velador. Nadie la toca desde que te fuiste” –afirmaba, para que se fuese tranquilo. También me contaba que antes de casarse había asistido a reuniones de brujas que bailaban a medianoche en Tenerra mientras tocaban acordeón y violín, aseguraba que en efecto la luz del Time era muy antigua y no era ilusión sino tan verdadera como la luz del sol. Ante mi insistencia incluso me enseñó unos versos algo torpes que ella había garrapateado en un papel de estraza con letra temblorosa por el mal de Parkinson, y que lamento no haber conservado aunque creo que decían aproximadamente así:

Por el Time hay un candil
que se mueve muy deprisa,
cada noche lo ven mil

desde el barranco a la cima.

 Algunas almas benditas
se buscan entre la brisa,

hacen señas desde lejos
para que seamos buenos

y sepamos advertir
la senda del porvenir.

Barro somos, humo fuimos,
y hacia él nos marchamos

siempre avante caminamos.
Si la vida es ilusión

siempre ten buen corazón
pues la muerte traicionera

nunca avisa, puñetera.
Mi tierra es una isla con poetas espontáneos, la gente tiene facilidad para componer décimas y por las fiestas se producen desafíos entre los verseadores. Algunos se acompañan sólo de su voz en las réplicas, aunque también los hay que ponen como fondo instrumentos de cuerda y acordeón. Este verso rápido fue criado en Cuba y traído por quienes emigraban.
Una noche sin luna un padre y un hijo intentaban regresar desde Los Llanos a Tijarafe. En aquellos tiempos no existían comunicaciones, tan sólo veredas y caminos impracticables, atajos por donde pasaban las cabras. No había ni siquiera carretera de tierra para llegar a aquella comarca, donde la agricultura era de secano y los campos se morían de sed porque nadie había abierto todavía las primeras galerías.

La noche oscura les creaba más dificultades de las previstas cuando divisaron una cruz que debía recordar a algún difunto. El padre tuvo una idea: desmembró las maderas, las transformó en una tea con la que lograron subir la empinada travesía. Pero no fue en vano. Al poco tiempo en sus faenas agrícolas el adulto cayó por un precipicio y perdió la vida. Y desde entonces su alma busca reposo subiendo y bajando velozmente, sin cansarse. Por eso quien lo contempla debe persignarse y rezar un padrenuestro.

Cuando fui mayor pensé que el fenómeno podría tener distintas explicaciones lógicas. Los fuegos fatuos existen, se producen por cadáveres en descomposición. O porque una cabra o un perro se despeñaron y en el proceso de putrefacción se originaban esos destellos, gases que el viento traía y llevaba de acá para acá con mucha rapidez. Fuera como fuese, lo cierto es que el hacho del Time quedó sujeto en la memoria de una isla rural y atrasada. Cuando llegó la televisión, nadie volvió a verlo. Como si los misterios antiguos ya no desearan revelarse nunca más.  
(Incluido en el libro Cuentos traviesos, de próxima publicación)

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