lunes, 25 de septiembre de 2017

Juan José Delgado, Terelu Campos y Zebenzuí

 Para comprobar sencillamente a qué nivel ha llegado la cultura en el país, basta saber que a un presentador de televisión frívolo e ignorantón le den el premio nacional, como el que reparte churros a la hora del desayuno. Benditas instituciones que con tales criterios otorgan los dividendos, y con tanta gente valiosa que se queda sin reconocimiento cuando marcha hacia la tumba. Caminando en este mismo pensamiento, nos llena de contento saber que la señora Terelu Campos, también metida a seria autora de las letras, ya vende más que Mario Vargas Llosa, pues el universo de Sálvame está arrasando. Así que nos hemos de mirar Frente al espejo, obra de nivel, para corroborar que vivimos dentro de una pasarela en la que no hay códigos ni valores más allá del griterío de la televisión bananera, esa en la que cada cual cobra por contar sus pobrezas mentales. Más allá de esta serie de disparates, anotemos una noticia triste: la pérdida de un hombre que sí hacía cultura con mayúscula, con ánimo sosegado e integrador: Juan José Delgado, lagunero, autor de la Generación de los 70.
Era humilde y silencioso, un creador serio, un devoto estudioso de los fetasianos, un observador atento y objetivo de las grandezas y las miserias de nuestro entorno. Vinculado al Ateneo de La Laguna, igual que Cecilia Domínguez, Arturo Maccanti, Elsa López y tantos otros personajes esenciales de las letras canarias. Metido también en aquella gran revista de pensamiento, los Cuadernos del Ateneo, que se mantuvo en papel mientras la gente ayudó. Como ha escrito Elsa López, Juan José Delgado era un ser humano al que estimaba por su quehacer y sus pensamientos. Un intelectual apacible, sin estridencias, medido en sus opiniones y con carácter a la hora de defender un criterio. Me gustaba y no podía evitar contemplarlo a través de sus versos. Y cuando él hablaba en alguna reunión a la que yo tenía que asistir, escucharlo era como una reproducción exacta de lo que había encontrado en sus poemas: la cadencia, la armonía, la paciente tonalidad de su voz que era como un susurro, ni alta ni baja, ni dura ni débil. Tajante siempre, segura siempre, como si hubiera meditado cada sílaba antes de pronunciarse igual que hacía con sus poemas. Tan ciertas las unas como los otros. Tan consecuentes los versos con las ideas. “Cada noche te arrancan las techumbres, / así aprendes por el cielo tus probables rutas de mañana. / Y, pasito a paso y en silencio, proseguirás muriendo por el mundo”. Cecilia Domínguez, otra mujer esencial en nuestra literatura, señaló en Dragaria que Juan José escribía poesía y novelas, en su apartamento de Bajamar, escritos donde su visión del mundo que lo rodeaba y de sí mismo nada tenía de complaciente, aunque sí de una gran carga de ternura. Y así surgieron libros de poemas como Los comensales del cuervo,  Un espacio bajo el día,  El libro de la intemperie o su último libro, Los cielos que escalamos, libros de relatos, como Estantigua, y novelas como Canto de verdugo y ajusticiadosLa fiesta de los infiernos o La trama del Arquitecto. Daba la impresión de que no conocía el cansancio. Pero el cansancio le llegó de pronto y el corazón no le siguió «regalando sus latidos». El 22 de junio de este mismo año, le presenté su libro Los cielos que escalamos, y yo tuve una extraña sensación de despedida. Hoy, unos días después de su partida definitiva, vuelvo a las páginas de su libro, no sé si buscando algo de consuelo. Las abro al azar y leo: «El camino viene a mí. Se va acercando / con la hermosa cinta / de los caminos que se desatan lejos». Cierro el libro, y vuelvo a quedarme a la intemperie.
Que las redes sociales sean un entretenimiento absorbente lo demuestran muchos acontecimientos de la vida real. Hay que estar en Facebook, en Instagram, en Linkedin, en los 150 caracteres de Twitter con los que Donald Trump gobierna cada mañana el imperio. Estamos tan felices en la cadena de guasapear que no nos damos cuenta de las cosas que decimos, ni a quienes se las decimos. Además, el hecho de que la política está llena de mediocres trepadores es algo que todos ya conocíamos. Y que estos aprovechados de la democracia campan a sus anchas es otra verdad comprobable a diario. Pues, como todos sabemos, un indocumentado concejal de La Laguna puso en una cuenta para afiliados y amiguetes aquella frase tan definitoria: “Yo, a follar, jejejejeje, con empleadas que pongo yo y enchufo en el ayuntamiento”. Sabemos que le han tirado de las orejas y que él mismo trata de justificarse como puede, señalando que no fue su intención, que la frasecita iba destinada a un grupo cerrado de amiguetes. Pues la puso en una red para militantes del partido en el que milita, el PSC-PSOE, y solo por la actitud denunciante de uno de los que recibieron el mensaje se destapó el escándalo. Pero, aun contando con esos atenuantes, el personaje en cuestión debe irse a la hoguera.
Luego el tal Zebenzuí, debe ser que ya tiene la crisis de los 40, intentó disculparse diciendo que todo fue producto de una broma. ¿Por qué será que la gente con la cabeza bien amueblada no siente ganas de meterse en la política? Podríamos pensar que la juventud que nos rodea se ha vuelto egoísta e insolidaria, siguiendo la tendencia universal que pone por encima de todo el dinero y el pragmatismo, el todo vale. Pero una parte de esa juventud tiene nivel ético, incluso sabemos que algunos de esos jóvenes emprenden labores de voluntariado, se apuntan en ONGs y hasta son capaces de ir a ayudar a países del Tercer Mundo. Es de ellos, es de esa minoría, de quien podemos esperar compensaciones en los años que ya están próximos.
A Soraya Sáenz de Santamaría otro político indocumentado la definió como “chochito de oro”. Otro hombre público de cuyo nombre no quiero acordarme manifestó que la entonces ministra de Sanidad e Igualdad, Leire Pajín, era “una chica preparadísima, hábil y discreta. Va a repartir condones a diestro y siniestro”. También es probable que haya jefes que abusen de sus empleadas de modo similar que cuando en la época de la esclavitud cualquier dueño de un algodonal podía disponer de las mujeres a su servicio. 

1 comentario:

  1. Juan Calero Rodríguez26 de septiembre de 2017, 23:49

    Así vamos, la educación, la cultura, la sociedad, el amor a los mayores...

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