Los
chinos, que ya estaban convirtiéndose en los dueños de todo, de pronto ponen
freno y marcha atrás, con lo cual las turbulencias de la primorosa ingeniería
financiera llevan al borde del precipicio a las bolsas de todo el mundo
mientras se multiplican las legiones de emigrantes huidos de territorios
devastados, que intentan librarse de las cuchillas y las alambradas, nuevas
fronteras de la vieja y deseada Europa, con sus pulcras ciudades donde podrían
tener trabajo, estudios para sus hijos, derechos elementales. Estamos en un mes
de retorno a la normalidad, el viejo líder Felipe González intenta poner algo
de reflexión en la locura separatista y nos damos cuenta, una vez más, de que
todo es frágil y todo está en venta pero ahora sin tener a mano un chino que
quiera comprarnos un equipo de fútbol, un hotel, un museo, un monumento, una
isla entera, en definitiva: el alma. Puestas así las cosas, desde el Gobierno
nos inyectan el optimismo de haber dejado atrás la crisis, el paro y las
dificultades, tras lo cual conviene poner buena cara al optimismo de las elecciones
que ya casi tenemos ganadas. Pues el único modo de seguir adelante es darle el
poder a los que ya lo tienen, lo contrario sería ponernos al nivel de Grecia. Y
nada de gobiernos de concentración de los dos principales partidos, nada de
alianzas vergonzantes: lo que hace falta aquí es otra mayoría absoluta.
Hay
que informar enseguida a los inversores chinos que el negocio del momento no es
otro que el de los campos de refugiados, este es un sector que recuerda otros
campos, los de concentración de los nazis, y que sin duda posee enormes
posibilidades de crecimiento en todos los países. Dados los conflictos que
tenemos sobre el tablero, gracias a la parsimonia de los dirigentes que se
lavan las manos como Herodes y gracias también a los buenos oficios del
Califato islámico, los nuevos éxodos se ponen en marcha, dejando ganancias muy
propicias en las mafias que mueven a los desesperados. Qué importa que mueran
unos cuantos si se hunde el barco, si el camión frigorífico se queda abandonado
en una cuneta, etcétera. De acuerdo con las posibilidades de los residentes
habrá campos de tres, cuatro y cinco estrellas, algunos llegarán a contar con
jacuzzis de mármol rosa, cocinas étnicas para no perder el sabor de los
orígenes y habrá también cocineros especializados en las delicias de la nueva
cocina. Los que reparten las estrellas Michelín se frotan las manos ante las
ingentes posibilidades que se les brindan. Y los desgraciados que vienen de
Oriente o de África dispondrán pantallas gigantes de TV para ver los partidos
de la mejor liga del mundo vestidos con la camiseta de Messi o la de Cristiano
Ronaldo.
Entretanto,
las aulas ya dispuestas para recibir el nuevo curso, constatamos que aunque los
precios del petróleo bajan hasta la extenuación hemos de seguir pagando el
combustible al precio que les da la gana a los que tienen la sartén por el
mango y además los piojos vuelven a las cabezas de los escolares, nuestros
mares se llenan de peces tropicales atraídos por la calentura de las aguas tras
el cambio climático, y con todo ello se animan las turbulencias del retorno a
la normalidad que trae el bello y calmoso mes de septiembre tan soleado que
hasta desaparece la panza de burro, el mes del regreso a los disfrutes
habituales, la liga de las estrellas, los cursos en las mediocres
universidades, el fracaso escolar, etcétera. Como decía un anuncio, qué suerte
vivir aquí.
Los años electorales
nos traen gozosas estadísticas, premoniciones de un nuevo Edén y confirmación
de que tenemos un magnífico Moisés dispuesto a abrir las aguas del mar para que
pase al otro lado el ejército de menesterosos que ha dejado la crisis, esos
irredentos a los que no hay manera de convencer de que ya todo es distinto y
volvemos a estar en el mejor de los mundos posibles. No hay solución más allá
de las que nos prometen los mesías habituales, rabiosos ante la posibilidad de
que pequeños mesías particulares surjan en el panorama dispuestos a sacar
tajada del descontento y así arrastrar a unos insumisos a los que abre las puertas
el populismo más rancio. Pero lo que hace falta es sensatez: una educación
estable y consensuada como primordial asunto de Estado, una sanidad válida para
todo el Estado, unas listas abiertas en las elecciones, una Justicia rápida y
justa, una ley electoral que no premie a los nacionalismos, una financiación
justa de los partidos, y la revisión o incluso el cierre del Senado.
Septiembre
es también un mes en que comprobamos la buena salud de las corrupciones
cotidianas y la buena marcha de las comisiones que se cobran a tutiplén para
financiar partidos, engranajes de poder que para contento general duran
décadas, políticos con muchos familiares a su cargo, televisiones autonómicas
que evangelizan de maravilla, mesías locales que manejan las ruedas imprescindibles
para que todo siga funcionando como debe ser. Dado que somos el país de los
pícaros, sabemos aprovechar las oportunidades cuando estas se presentan, y está
claro que de año en año se multiplican. Cómo no recordar aquel dicho atribuido
a políticos venezolanos en aquella lejana época en que corría el dinero a
mansalva en el país de Simón Bolívar: “No me des el mejor puesto que merece mi
currículo sino que me pones donde pueda coger.”
Para
que este otoño que inauguramos no acabe convirtiéndose en un agujero negro que
nos introduzca en el limbo, tal como lo ve Stephen Hawking, hará falta mucho
ejercicio, comer menos grasas, moderar la ingesta de alcohol y, sobre todo,
andar bien dispuestos a creer todas las encuestas preelectorales que tanto gustan
a unos y a otros. Pues los agujeros negros son tan densos y masivos que nos
recuerdan a Artur Mas y a la vez son tan pequeñísimos que no los entiende ni la
física cuántica. A lo mejor son una ventana hacia el reino de Alicia, el país
de las maravillas, donde se está muy a gustito. Pues, dicen los sabios, en la
superficie de un agujero negro se alcanza tal deformación del espacio y del
tiempo que nada puede escapar de ella. Eso es lo que
realmente ansiamos: que nos atrape un universo paralelo, en el que no haya
sobresaltos de tipo alguno, todos felices y comiendo perdices ahora que llega
la hora de afrontar otra vez lo cotidiano, la felicísima cuesta de septiembre.
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