domingo, 6 de septiembre de 2015

4 grandes poemas de Antonio Colinas

Nace en La Bañeza, León, en 1946. Premio nacional de Literatura en 1982. En Antonio Colinas, los críticos han destacado los temas de evocación clasicista, su regusto por lo clásico y por la decadencia material del pasado. Es un poeta de la estética y de la meditación. Su poesía se crea con un halo místico, señal que revela su anexión incondicional al pasado. Es tratado, por otra parte, como un poeta alejado del barroquismo y, dentro de los de su grupo, si podemos decir así, es el que más apego guarda con la tradición que remonta a la Antigüedad Clásica, al Renacimiento y al Romanticismo. Se lo considera como el más puro de los novísimos. Aunque se le ha identificado con los novísimos, se distingue por seguir, prácticamente desde el principio, un camino personal, marcado por su propio instinto literario. Debido a ello, enseguida se singulariza su voz: frente a los excesos vanguardistas del grupo, Antonio Colinas alcanza un equilibrio clásico, nacido de su capacidad para asumir distintas tradiciones poéticas, literarias, filosóficas y espirituales, hacerlas propias y darles un aliento enteramente personal.

EPITAFIO PARA HSIU HSIAN WU

Desde tu isla grande de Taipei
llegabas hasta este noroeste
de todos los olvidos
en busca de más luz,
Sin saber que es aquí donde muere la luz.
Y de tus manos blancas
iban brotando formas prodigiosas
que en silencio ofrendabas
al silencio.
Ahora, de repente, es muy negra la luz
y con esa noticia que nos traen
de tu muerte,
tu cabeza, como la de Orfeo,
viene rodando, entre las piedras de oro
de esta ciudad que amaste,
como un turbulento fuego negro.
Regresarás un día siendo luz
que ni duele ni muere.
Esa luz que nosotros aún no vemos,
esa luz que tú ves
y que ya eres.

POEMA DE LA BELLEZA CAUTIVA QUE PERDÍ

Pequeña de mis sueños, por tu piel las palomas,
la pálida presencia de la luna en el bosque
o la nieve recién caída de los astros.
por esa piel sin mácula, por su tersura suave,
tronché columnas firmes, derrumbé la techumbre
de la más alta noche: la de mis sueños puros.
Pan del amanecer tu blanco cuello, frente,
osamenta querida, veta, venero noble
Aquí tengo los brazos abiertos como un río,
las venas descansadas, todo el amor del mundo
dispuesto a consumir en un beso glorioso.
Pequeña mía, amada, no olvides que por ti,
una noche de julio, olvidé la aventura
de salir a buscar la belleza cautiva.

SIGNOS EN LA PIEDRA

Sigue la senda de las piedras musgosas, la que conduce a la gran roca,
a la raíz del ara,
a la raíz eterna del tiempo.
Mira la nieve humilde de la cima
tutelar, donde se cierra el círculo
que se abriera en tu infancia,
donde se abre la noche del ser
en la luz que es más luz,
donde ya no hay preguntas
ni respuestas.                                                 
En esa nieve posa tus dos ojos.
Luego, pósalos en el ara
y respira profundo.
Posa también tus manos:
que se aquieten tus manos como palomas,
que echen raíces en el silencio helado de la piedra.
Verás en ella señales muy leves,
signos dictados por el firmamento,
los símbolos de un tiempo infinito
que va huyendo de ti,
mas que a la vez está en tu interior:
revelación del alma que no muere.                                                     
No podrás ir más allá.
No debes ir más allá. 


LOS ÚLTIMOS VERANOS

Padres: aunque intuyo un vacío
que sólo con dolor podrá el tiempo llenar,
estos últimos años vuestros
son, en verdad, los más bellos años míos;
porque, aunque hay un final que puede amenazarlos,
los va intensificando el verdadero amor.
Sí, por maduros y temibles son
los instantes más bellos de mi vida,
porque al irse abriendo en mí el vacío
de vuestra ausencia
definitivamente cierro cada duda
del ser y del no ser.
(No hay dudas ya en el tiempo del amor).

 
Y qué daría yo por detener
esta luz de los últimos veranos,
las auroras de oro en nuestras vegas?
Todo es verde y dorado en esa luz.
Así es que esperadme en el fuego o la nieve
de aquellos cielos fríos,
de aquellos cielos puros.
Sabed que ya no quedan
espinos en los nidos de otro días
(son tan sólo las zarzas que rodean
los huertos y los prados de León;
los que tienen un fondo de espadañas,
de cicatrices de piedras ferrosas,
de adobe enfebrecido,
y humedades de tréboles y juncos
flotando en madrugadas de silencio).

Esperad y que sienta
temblar un día más vuestras dos vidas
como temblaban álamos de junio
(jóvenes y con pájaros)
junto a los ríos de mi adolescencia.
No vayáis más allá.
Que perdure este instante
perfumado de muerte y de amor verdadero.
No atraveséis aún la frontera infinita.
 

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