Este
martes 27 de enero se han cumplido 70 años de la liberación, y ya solo quedan
300 supervivientes. Polonia es un país de paisajes amables y con espectaculares
ciudades históricas como Cracovia, Torun, Poznan o Gdansk. En compañía de un
pequeño grupo, unas quince personas, durante un mes de julio recorrimos algunos
de los parajes más interesantes de la historia y el paisaje del país. Y al
llegar a Auschwitz solo cuatro del grupo nos atrevimos a adentrarnos en el
horror, los turistas habituales no quieren mirarse en el espejo de la gran
tragedia humana. Esa misma tarde habíamos visitado Wadowice, el pueblo del papa
Juan Pablo II, y las cercanas minas de sal con sus estatuas y su fantástica
capilla subterránea, expresión de la fe católica del país, una fe omnipresente
en las plazas, en las calles, en las iglesias siempre repletas.
Hacía
frío, ya se sabe que en el continente los veranos pueden traer la tormenta. Al
llegar a la explanada todo aquello parece uno de esos gigantescos decorados de
cartón piedra para rodar películas: las vías del tren, los distintos pabellones
de ladrillo, las explanadas, las praderas de hierba, una paz bucólica. Pero cuando
traspasas el umbral esculpido con la siniestra frase, Arbeit mach Frei, el trabajo os hará libres, ya te sientes
incómodo. Luego en la larga visita, que haces en medio de un silencio casi
religioso, se te eriza la piel al contemplar los barracones con las literas,
los colchones donde escondían los mendrugos de pan, los mechones de cabellos
con los que les obligaban a fabricar alfombras, el jabón que elaboraban con
grasa humana, los miles de minúsculos zapatos de los niños, las muñecas y otros
juguetes diseminados, las miles y miles de maletas que ingenuamente pensaban
recuperar las víctimas cuando fueran libres o las siniestras latas de Zyklon B
para las cámaras de gas.
Te
llevan a las cámaras de ejecución con aquel simulacro de ducha por el que descendía
el gas venenoso, te enseñan los hornos crematorios y solo entonces entiende que
la pesadilla fue real. Las alambradas de púas, las calaveras que advierten del
peligro de electrocución, las casetas de vigilancia, el barracón de los
horrendos experimentos médicos con sus ventanas cegadas. Las celdas de castigo,
el paredón de los fusilamientos, la horca ejemplarizante. El guía incluso te da
un paseo por las letrinas, por los huecos los presos –tan famélicos– con
frecuencia caían sobre sus propios excrementos. Un paisaje de horrores que nos
retrotrae a la barbarie más ciega, el hombre siempre lobo para el hombre, como
dijo el filósofo inglés Hobbes. Vimos fotos que mostraban filas de hombres
entre los álamos, con sus trajes de rayas, pálidos como aparecidos. También
vimos sus patéticas orquestas, cuando sus verdugos les mandaban interpretar
música exquisita de los maestros clásicos, podría ser Mozart o Vivaldi, Bach o la
sexta sinfonía de Beethoven, la dulce Pastoral.
El
17 de enero, diez días antes de la llegada soviética, el comandante del campo,
Rudolf Höss -que luego sería ajusticiado en la horca-, comenzó a evacuarlo:
56.000 prisioneros fueron obligados a partir hacia otros campos de
concentración en extenuantes marchas de la muerte, casi siempre a pie. En esas
marchas murieron al menos nueve mil personas (algunos historiadores elevan la
cifra a 15.000) por frío, hambre, agotamiento o ejecuciones. Mientras, en
Auschwitz, unidades de las SS procedían a la eliminación: quemaron archivos en
grandes piras y volaron crematorios y almacenes. Pero suprimir todo rastro les
resultó imposible. Cuando el Ejército Rojo que avanzaba hacia el oeste liberó
aquel campo de exterminio, halló a siete mil supervivientes macilentos, cientos
de cadáveres amontonados para ser quemados y muchos muertos diseminados,
asesinados a tiros a última hora.
El
27 de enero, soldados rusos abrieron las cancelas del recinto y fueron
recibidos con júbilo por prisioneros exhaustos. Médicos militares soviéticos y
voluntarios polacos de la Cruz Roja iniciaron la asistencia a los
supervivientes. Los exprisioneros que se sentían con fuerzas se marcharon casi
inmediatamente, algunos por sí solos y otros en transportes organizados hacia
diversos lugares. Pero al menos 4.500 seres en grave postración pasaron entre
tres y cuatro meses en hospitales de campaña. Estaban tan esqueléticos que se
les tuvo que racionar el regreso a la alimentación normal: al principio, sólo
una cucharada de sopa de patata tres veces al día. Semanas después de la
liberación, las enfermeras aún encontraban pan escondido bajo los colchones de
los pacientes, aterrados ante el temor de que dejaran de dárselo.
El Holocausto -la Shoá, según la denominación hebrea-
tuvo muchos nombres de campos de exterminio pero el de Auschwitz se ha erigido
en símbolo de aquella ignominia. Víctimas de las cámaras de gas, de trabajo
esclavo, hambre, enfermedad, torturas, experimentos de laboratorio o
ejecuciones a tiros, murieron en Auschwitz-Birkenau nada menos que 1,1 millones
de personas, según estimaciones aceptadas por el museo y memorial instalado en
el lugar. La inmensa mayoría eran judíos de países europeos, pero también hubo polacos,
gitanos, homosexuales, prisioneros de guerra soviéticos y testigos de Jehová,
entre otros. Auschwitz (1940-1945) encarna todo ese sistema, que tenía como
objetivo la aniquilación física, pero también moral de las víctimas. Como
escribió el gran Primo Levi, también víctima de los nazis, “en la práctica
cotidiana de los campos nazis se realizaban el odio y el desprecio difundido
por la propaganda. Aquí no estaba presente sólo la muerte sino una multitud de
detalles maníacos y simbólicos, tendentes todos a demostrar que los judíos, y
los gitanos, y los eslavos, son ganado, desecho, inmundicia”.
He visto muchas películas, (sobre todo del ex-campo socialista) con este tema y siempre se nos vuelve a erizar la piel. Una frase tan bonita "los turistas habituales no quieren mirarse en el espejo de la gran tragedia humana" se pierde en esta escalofriante narración. Es necesario refrescar las mentes con textos como este.
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